dilluns, 10 d’octubre del 2011

La cruz de Jesús
y las cruces de nuestro tiempo
[1]
José Arregi Olaizola
Cuadernos de Teología. Deusto
nº 25 (2002) Bilbao

1. Certezas e interrogantes

Jesús fue crucificado. Colgado y clavado en una cruz, al igual que otros muchos miles antes y después de él, murió como todos los crucificados: desgarrado, asfixiado, humillado. El hecho es rotundamente histórico.

Nada es en nuestra vida tan cierto como que hemos de morir. Nada es en nuestro planeta, como insiste J. Sobrino, tan real como la muerte diaria por desigualdad, por hambre y por miseria, de muchas decenas de miles de personas. Y nada es tan históricamente seguro acerca de Jesús como su muerte en cruz. Podemos incluso proponer una fecha con mayores probabilidades de acierto que para ningún otro acontecimiento de su vida: el 7 de abril del año 30. En todo caso, sucedió un viernes, según 1o atestiguan tanto los sinópticos (Mc 15,42; Lc 23,54) como también Juan (Jn 19,31). Según los sinópticos, el viernes en el que Jesús murió fue día de pascua (15 de nisan); la víspera, es decir, el jueves por la noche, habría celebrado la cena pascual con sus discípulos (Mc 14,12). Según Juan, por el contrario, aquel viernes de la muerte de Jesús fue la víspera de la pascua (Jn 19,31); el día anterior habría celebrado, no la cena pascual de los judíos, sino una cena de despedida en la esperanza del reino de Dios, o incluso de la intervención inmediata de Dios para liberarle. La cronología de Juan es más probable. En el año 30, la víspera de la pascua cayó precisamente en viernes[1].

Pero dejemos estas cuestiones accesorias, y abordemos el núcleo de la cuestión: la relevancia teológica y salvífica de esta muerte de Jesús, su alcance liberador para nuestras servidumbres, su poder vivificador para nuestras muertes, su valor transformador para nuestras cruces.

 ¿El valor de una muerte? ¿No es un despropósito? Cierto, no tenemos por qué considerar la muerte en si como un malogro o como una desgracia, pero hay demasiadas muertes cargadas de desdicha, sea para las propias personas que mueren, sea para los seres queridos que dejan: la muerte de un hijo o de una hija, la muerte de un padre o de una madre, la muerte de una amiga o de un amante... y las innumerables muertes violentas, injustas, indignas: ¡tantos muertos de infortunio, de hambre y de guerra! ¡Tantos muertos de tortura y humillación! ¡Tantas desgraciadas muertes sin bendición! Aun cuando accediéramos a aceptar la muerte como precio y condición de la vida, aun cuando estimáramos que su bendición pesa más que toda su carga[2], aun cuando con reconciliada simplicidad quisiéramos llamarla «hermana» y «amiga», la muerte de Jesús seguiría siendo una de esas - ¡tantas!- muertes que nunca debieran existir. Estamos demasiado habituados a la cruz de Jesús: hablamos de ella sin sobrecogernos, la miramos sin estremecernos. Quizá nos hemos habituado también a mirar la cruz de innumerables crucificados de hoy sin estremecimiento, sin sobrecogimiento, sin arrepentimiento, casi como si la cosa no fuese con nosotros. No podemos mirar la muerte en cruz de Jesús y todas las cruces que matan como algo “natural”. Sería inconsciencia, irresponsabilidad o cinismo.

Interrogarnos es una forma – no la única, ni quizá la más importante, pero en cualquier caso si inexcusable para quienes quieren transformar la realidad también por la reflexión - de evitar la inconsciencia, la irresponsabilidad o el cinismo. Nuestra tarea común y esencial es transformar la cruz en pascua, la miseria en gloria, la injusticia en fraternidad. Pero también el interrogante nos abre caminos de pascua. También el interrogante nos dispone para recorrerlos, suscita en nosotros deseos pascuales de compañía y de compasión. Nos interrogamos sobre la muerte de Jesús en cruz a la vista de tantas cruces mortales; nos interrogamos sobre tantas cruces a la vista de la cruz de Jesús. A las mujeres y a los hombres crucificados de hoy, queremos anunciarles que en la cruz de Jesús se hace patente y se hace primicia la pascua para todos, pero, a la vez, las mujeres y los hombres humillados de hoy nos abren los ojos para mirar adecuadamente la cruz de Jesús, pues ellos nos revelan también hoy el misterio y el poder de la compasión divina.

He aquí los interrogantes que abordaré en torno a la cruz de Jesús y a las cruces de nuestro tiempo: ¿Por qué murió Jesús? ¿Qué significa que la muerte de Jesús nos salva? ¿De qué, cómo, por qué nos salva? ¿Qué significa que nos salva si seguimos sufriendo, muriendo, matando? Y en todo esto, ¿Dios qué? ¿Dónde está Dios cuando Jesús sufre y muere? Las reflexiones que siguen, guiadas por estas interrogantes, tienen coma objetivo ayudarnos a barruntar el misterio que hace «santo» aquel viernes en que Jesús murió crucificado, pero también el misterio que hace de todo sufrimiento «terreno sagrado» (E. Sábato). ¿En qué otra cosa puede consistir dicho misterio sino en la honda presencia solidaria de Dios en toda cruz? ¿Y de dónde pueden recibir consuelo los crucificados sino de esa santa solidaridad, tan desvalida como todos los crucificados y tan poderosa como Dios?

2. La muerte de Jesús no es un sacrificio expiatorio

Estamos demasiado habituados a referirnos a la muerte de Jesús con términos tales como sacrificio, expiación, redención, victima... O a decir que Jesús murió por designio de Dios, por voluntad de Dios... No tenemos más que recorrer muy someramente las cuatro plegarias eucarísticas que, desde la reforma postconciliar, han sido hasta hace poco las únicas oficiales. Decimos par ejemplo: «Te ofrecemos, Dios de gloria y majestad, el sacrificio puro, inmaculado y santo» (Plegaria eucarística I); «Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la Victima par cuya inmolaci6n quisiste devolvernos tu amistad» (Plegaria eucarística III); «Para cumplir tu designio, él mismo se entregó a la muerte» (Plegaria eucarística IV): «Te ofrecemos su cuerpo y sangre, sacrificio agradable a ti y salvación para todo el mundo» (Plegaria eucarística IV); «Dirige tu mirada sobre esta Victima que tú mismo has preparado a tu Iglesia» (Plegaria eucarística IV). En el ofertorio de la misa escuchamos impasibles y repetimos de carretilla unas fórmulas que difícilmente dejarán de plantear problemas a todo el que ponga atención en lo que escucha o dice: «Orad, hermanos, para que este sacrificio, mío y vuestro, sea agradable a Dios, Padre todopoderoso». «El Señor reciba de tus manos este sacrificio...»

Me parece conveniente abrir estas reflexiones sobre la cruz de Jesús deshaciendo unos graves malentendidos ligados a tales formulas y categorías. Me atrevo a afirmar que las ideas que en ellas se vierten son, en relación con la muerte de Jesús, no solamente equivocas y confusas, sino incluso extraviadas y extraviantes. Permítaseme, pues, sentar de entrada y de base tres afirmaciones claras:

 Primera afirmación. Jesús no murió porque la muerte y el dolor tengan en sí mismos alguna virtud salvífica. Todavía hay mucha gente que habla de «sufrir por Dios» o de «morir por Dios», coma si a Dios le agradasen el dolor y la muerte. Hay mucha gente que sigue pensando que el sufrimiento, ya de por sí, conlleva mérito. De modo que Jesús nos habría salvado por el mérito de su cruz y de su muerte. Este lenguaje resulta incomprensible. En efecto, 1o que salva no es el dolor. Lo que salva no es la muerte. En todo caso, la muerte y el dolor son aquello de lo que necesitamos ser salvados. Si Jesús nos ha salvado, no ha sido por haber sufrido y por haber muerto. Lo que salva no es el dolor y la muerte, sino la solidaridad en el dolor y la muerte.

Segunda afirmación. Jesús no murió como víctima de nuestros pecados, al menos en el sentido en que se entiende normalmente esta afirmación. Jesús no murió para expiar nuestros pecados, para reparar el delito cometido por la humanidad, para saldar la deuda contraída contra Dios por los pecadores, para dar a Dios justa satisfacción por la ofensa infligida contra él por nosotros...Todas estas ideas nos remiten a la imagen perversa de un Dios airado que exige expiación, reparación, satisfacción; un Dios que hace recaer sobre Jesús, el totalmente justo, el castigo merecido por nuestros pecados; un Dios resentido que necesita sangre, muerte, víctimas para aplacar su ira..[3]. Por supuesto, nadie lo dice hoy de manera tan burda, pero muchas de esos elementos están todavía hondamente arraigados en el imaginario de los cristianos. Y muchos dejaron de creer en Dios, con razón, porque un Dios así no es digno de fe. A esa teología penalista, sacrificial y expiatoria B. Häring la llama justamente «blasfemia» y «fuente de una serie de males abominables»[4].

Tercera afirmación. Jesús no murió por designio divino, al menos en el sentido en que habitualmente se entiende esta afirmación. Jesús no murió por voluntad de Dios. Jesús no murió para cumplir una especie de plan eterno o de proyecto preconcebido de Dios. Como todo ser que nace, Jesús no vino a morir, sino a vivir; no vino a sufrir, si no a gozar. Ciertamente, la muerte es la condición y el precio de la vida en general y, muy en particular, de la vida concreta que quiso llevar Jesús, pero no debería decirse que la muerte fuera el «designio» de Dios para Jesús. Ciertamente, el sufrimiento acompaña a la vida tanto como el goce, pero no debería decirse que el dolor fuera el proyecto de Dios para Jesús. Jesús no «vino», no «fue enviado», para ser crucificado, sino para anunciar el evangelio y para ser buena noticia. Ciertamente, al final habremos de llegar a ver un sentido en esta muerte desde Dios, pero el sentido no consiste en que Dios lo hubiera «previsto y decidido así de antemano», sino en que, aun siendo la muerte de Jesús lo más contrario a la voluntad de Dios, Dios ha estado presente en ella y en ella nos ha acompañado hasta el fin.

3. Jesús murió por la vida que llevó

J.P. Meier, uno de los autores recientes mas autorizados en todo lo concerniente al Jesús histórico, escribe: «Un poetastro informal que se pasara el tiempo pronunciando parábolas y cuentos japoneses, un esteta literario que se opusiera a los movimientos del siglo I o un Jesús blandengue que simplemente invitase a la gente a contemplar los lirios del campo no habría supuesto una amenaza para nadie, como tampoco son una amenaza los profesores de universidad que crean esa imagen de él. El Jesús histórico amenazó, molestó, irritó a mucha gente: desde los intérpretes de la ley hasta la aristocracia sacerdotal, pasando por el prefecto romano, que finalmente lo procesó y crucificó (...). Un Jesús cuyas palabras y hechos no encontraron rechazo, sobre todo entre los poderosos, no es el Jesús histórico»[5].

No se puede entender la muerte de Jesús sino en relación con su vida. Su muerte no fue debida a una casualidad fortuita, ni a un error judicial, ni a un decreto divino ahistórico. Algo de eso podría darnos a entender la secuencia del Credo. En el Credo no se menciona la vida de Jesús: se pasa directamente del nacimiento a la muerte. Como si lo único importante fuese el hecho de que hubiese nacido y muerto, y no la manera en que había vivido; como si lo salvador de Jesús estuviese ligado exclusiva o principalmente a la encarnación y/o a la muerte, y no a que «pasó la vida haciendo el bien» (Hch 10,38). Pero, de esa forma, su muerte no solo será un enigma histórico, sino también teológico; no sólo no se podrá entender por qué le condenaron a muerte, sino tampoco cómo su muerte es salvífica; ni siquiera podríamos entender lo que significa que su muerte nos «salva».

Sencillamente, Jesús murió por la vida que llevó. Es la muerte de un condenado, de alguien que fue condenado porque su vida no resultaba tolerable. Su muerte es «expresión de la conflictividad de su vida»[6]. «La muerte de Jesús en cruz es la consecuencia de una vida en el servicio radical a la justicia y al amor; es secuela de su opción por los pobres y los desechados; de la opción por su pueblo, que sufría explotación y extorsión. En medio de un mundo malo, toda salida en favor de la justicia y del amor es arriesgar la vida»[7].

 Efectivamente, el mensaje y la conducta de Jesús fueron altamente polémicos: fueron polémicas sus parábolas (piénsese en la parábola del padre misericordioso, del buen samaritano, del publicano y el pecador...); fue polémica su actitud ante el endiosamiento de Mammon (Mt 6,24) que hace que el negocio se convierta en Dios y Dios se convierta en negocio; fue polémica su postura frente al sábado, frente a las normas de pureza y frente a una religión que absolutiza las tradiciones humanas (Mc 7, 1-23); fueron polémicos sus pronunciamientos contra los ricos (Lc 6,24); fue polémico con lo más santo del sistema religioso: el templo. Jesús provocó conflictos con los saduceos, los sacerdotes, los fariseos, la propia familia, los romanos[8]. Según los evangelios, se dijo de él que estaba loco (Mc 3,21; Jn 7,20), que era un blasfemo (Mc 2,1- 12; Mt 9,3; Lc 5,21; Jn 10,33), que era Beelcebú (un «jefe de demonios») (Mt 1 0,25), que estaba poseído por el demonio (Mc 3,22; Jn 7,20), que practicaba la magia negra por poder demoníaco (Mt 12,24; Lc 11,1 5), que era un comilón, borracho o amigo de mala gente (Mt 11,19), que era un impostor, un falso profeta (Mt 27,62-64), un subversivo (Lc 23,2.14) y un hereje (Jn 8,48).

Jesús fue una persona «marginal»: se marginó y le marginaron. Predicó doctrinas que quedaban al margen del sistema religioso y político vigente, se hizo solidario de las personas religiosa y socialmente marginadas. Por ello fue marginado. «Como Dios, Jesús se identificó a si mismo preferentemente con los expulsados y rechazados, con lo no santo, de tal modo que, al final, también él mismo es el rechazado y expulsado»[9].

 Jesús murió porque su mensaje y su vida fueron incómodos, provocadores, insoportables para el orden o el desorden religioso y político establecido en su tiempo. Murió por razones religiosas que enmascaraban intereses políticos y por razones políticas cargadas de elementos religiosos (el emperador de la época era un ser divino, y Mamón siempre lo ha sido). Murió porque sus malas amistades, su conducta respecto del sábado y las leyes de pureza, el perdón a los pecadores, su autoridad provocadora... resultaron intolerables a la autoridad religiosa judía, al Sanedrín, y porque éste temió que Jesús pudiera desencadenar una revuelta política que acabaría por provocar la intervención romana y el fin de los privilegios que aún les quedaban. Por eso se comprende que también una parte de la clase baja se haya posicionado contra Jesús, en especial los habitantes de Jerusalén más ligados a los intereses del templo y del sacerdocio. Jesús anunció la destrucción del templo, siendo así que el templo era la principal fuente de ingresos para toda Jerusalén.

Parece seguro que fue el Sanedrín o tribunal judío el que tomó la iniciativa de la acción judicial contra Jesús. Pero, como decimos en el Credo, Jesús murió «bajo el poder de Poncio Pilato», es decir, fue condenado y ejecutado por el poder romano. Y, como deja bien clara la inscripción de la cruz, fue condenado y ajusticiado como «rey de los judíos», es decir, fue acusado de pretender alcanzar el poder político. Es cierto que Jesús no se presentó como mesías político, ni fue un activista violento, pero es igualmente cierto que Jesús constituía una real amenaza para el poder político. «Jesús no ve en la pax romana -algo conocería sobre la realidad del imperio- un mundo según el corazón de Dios, y su vida, con mayor o menor consciencia en este punto, se dirigía objetivamente contra ello»[10]. Más concretamente, es muy probable que las autoridades romanas temiesen que se formara un movimiento de pobres en revuelta contra el poder...

Pero ¿qué significa, entonces, que Jesús haya muerto par «razones teológicas»? No significa que haya muerto por otras razones distintas a las razones históricas que llevaron a Jesús a la cruz: las razones del Sanedrín, las razones de Pilato, las razones del pueblo. Las razones teológicas de la muerte de Jesús no son unas razones paralelas o yuxtapuestas a las razones históricas. Lo teológico nunca es algo sobrepuesto o añadido a la realidad histórica, mundana, humana; lo teológico es, más bien, la hondura última, la dimensión profunda de la misma realidad histórica y mundana. La afirmación de que «Dios lo entregó» (Rm 8,32; cf. Jn 3,16) no significa que, además o por encima del Sanedrín, de Pilato y del pueblo, Dios mismo haya querido entregarlo. Significa, mas bien, que Dios toma sobre si y padece y transforma de raíz la entrega (la traición, el juicio, la condena) humana de la que Jesús fue víctima. Jesús no rehúye ser condenado, y su aceptación de la condena, en aras de su mensaje y de su esperanza para los condenados, se convierte para los creyentes en sacramento de la solidaridad misma de Dios con todos los condenados.

Al decir que «era preciso» que Jesús muriera (Lc 24,26...) o que murió «para que se cumplieran las Escrituras» (Hch 3,18...), no hemos de entender que su muerte fuese debida al designio de Dios, no hemos de pensar que Jesús muriese porque así lo quiso Dios. Queremos decir, más bien, que la solidaridad de Dios con todas las víctimas de la historia se cumple en Jesús, que en la muerte de Jesús está presente Dios, y que por ello no carece de sentido, precisamente porque Dios asume el sinsentido de la injusticia que condena a los justos. En Jesús se cumple la dura ley histórica de que el justo y el profeta son condenados, pero más aún se cumple en él la «ley divina» de que Dios está precisamente con los injustamente condenados, e incluso con los injustos que condenan.

Por último, al decir que Jesús murió «por nuestros pecados» (Ga 1,4; 1Cor 15,3; Hb 10,12; 1Pe 3,18), no queremos decir que Jesús haya muerto para expiar la pena exigida por Dios en justo castigo por nuestros pecados[11]. El pecado por el que muere Jesús no es una realidad meramente espiritual que afecta a las personas en su relación con Dios. El pecado es siempre algo histórico, es la forma en que funciona nuestra historia personal y colectiva, toda esa compleja red de estructuras de mentira y de injusticia que vamos urdiendo las personas y que al mismo tiempo nos constituyen como personas. El pecado es todo lo que nos deshumaniza personal y colectivamente, sin que podamos nunca medir exactamente dónde empieza y dónde acaba la responsabilidad personal y la responsabilidad colectiva. Ese pecado histórico y político, a la vez personal y colectivo, a la vez espiritual y estructural, el pecado de oscuros intereses personales y siniestras estructuras económicas, políticas y religiosas: ése es el pecado del Sanedrín, de Pilato y del pueblo, el pecado que condenó a Jesús a la cruz, y que sigue condenando a la cruz de la marginación, del hambre y de la miseria a tantos millones de seres humanos. Ese es el pecado que Jesús cargó, llevó y superó de raíz con su vida de justicia, de solidaridad, de bondad esperanzada.

4. ¿Qué significa que la cruz nos salva?

Decimos muchas veces que la cruz de Jesús nos salva. Pero el discurso tradicional sobre la salvación o sobre la « redención » ha caída bajo sospecha y necesita una reinterpretación profunda[12] ¿Qué significa «salvar»? Y ¿qué hay en la cruz que nos salve? Y ¿de qué nos salva? Más aún, estando las cosas como están, ¿cómo decir que estamos salvados? He aquí unas reflexiones muy esquematizadas en torno a estas preguntas.

En primer lugar, que la muerte de Jesús nos salva significa que, a pesar de todos los pesares, «las cosas pueden ser de otro modo: que es posible un amor solidario puro, que nada es capaz de romper»[13]. Significa que los rechazados tienen aliado. Significa que la injusticia no es la última palabra, pero que tampoco lo es la justicia, sino la misericordia. Significa que el verdugo no prevalecerá sobre la víctima, pero que tampoco la víctima se convertirá en verdugo de su verdugo. Significa que una historia distinta puede comenzar, no solamente para la humanidad del futuro, sino también para la humanidad del pasado, y no solamente para la humanidad, sino para toda la creación. Significa que la muerte no es el final, porque el amor es más fuerte que la muerte, tanto para los muertos del pasado como para los muertos del futuro. Significa que nada es irreversible y fatal para nadie, tampoco para los innumerables seres humanos que han sucumbido en el camino y en el intento. Significa que todo puede ser vivido y revivido de otra forma, y que otro futuro puede ser esperado para todos. La muerte de Jesús es el lugar donde se anuncia y se cumple esa promesa de la solidaridad de Dios y del futuro nuevo. La muerte de Jesús es salvífica porque en ella sucede la resurrección de la vida gracias al Dios de la vida.

Pero aquí se impone una aclaración fundamental: lo que salva no es propiamente la pasión o la muerte de Jesús, sino su vida. Su vida entera es salvadora, sanadora, liberadora, reconciliadora, creadora de salud, de bienestar y de paz. Toda la vida: su manera de ser hombre, su mensaje, su libertad interior, su relación de fe en Dios, su solidaridad incondicional con los pobres, su generosidad hasta la muerte, su entereza y confianza en la cruz... No es la muerte la que salva, sino la vida entregada. Y la muerte es salvadora en la medida en que es consecuencia y culminación de una vida entregada. En el caso totalmente imaginario de que hubiese muerto de muerte «natural», Jesús nos habría podido salvar por igual, en la medida en que su vida hubiese sido enteramente «entregada». Lo que pasa es que la historia de la humanidad parece regida por una ley inexorable: hacerse solidario del que sufre lleva a sufrir, ponerse del lado de los perdedores conlleva perder la vida. Innumerables Gandhis, Luther Kings y Oscar Romeros lo confirman. «Tenía que morir», dirá el Nuevo Testamento, no para afirmar que la muerte de Jesús hubiese sido cumplimiento de algún designio eterno y arbitrario de Dios, sino para afirmar, por un lado, que Jesús ha muerto porque el poder opresor, como enseña la historia, necesita condenar y eliminar al justo solidario, y para afirmar, por otro lado, que en esa solidaridad hasta la muerte se revela y se actualiza la solidaridad salvadora de Dios.

«La solidaridad salvadora de Dios»: ahí reside el núcleo de la cuestión. ¿Qué es lo que salva en la vida de Jesús que desemboca en la cruz? No el dolor, sino el amor. Jesús no salva porque «expía» una supuesta pena en nuestro lugar, sino porque se solidariza con nuestra suerte. Lo que salva es la solidaridad, la proximidad, la projimidad, su «proexistencia» hasta la muerte. Sentir la mano amiga de alguien es lo que más alivia al que sufre. La cercanía y la solidaridad de alguien es lo que más levanta y rehabilita al humillado. Así salvan nuestra historia innumerables Gandhis, Luther Kings y Oscar Romeros, junto con Jesús. En ellos recomienza la historia cada vez. No salvan porque mueren, sino porque dan la vida, porque hacen triunfar la bondad, porque hacen presente a Dios en el mundo, porque abren el mundo al futuro de Dios. Así nos ha salvado Jesús. Nos ha salvado haciéndose buen samaritano de los heridos, comensal de los pecadores, solidario de los pobres. Por eso sufrió y murió precisamente Jesús, por haber sido el «hombre para los demás», el «hombre con los demás». Jesús no nos ha salvado por haber muerto en la cruz, sino par haberse hecho solidario de los crucificados.

Ahora bien, ¿no sigue habiendo innumerables crucificados? ¿Cómo podemos decir que la historia esta liberada, que estamos salvados? Efectivamente, la injusticia, el dolor y la muerte que persisten parecen desmentir todo nuestro discurso sobre la salvación. La cruz de la humanidad y de la creación que gime impide una fe demasiado fácil, demasiado triunfal, en definitiva demasiado irresponsable. La fe solamente puede sostenerse en medio de la pregunta y la duda, atravesando el escándalo de la cruz omnipresente en el mundo.

Pero es entonces cuando de nuevo miramos a la vida y a la cruz de Jesús, y en ellas sentimos presente y activa la solidaridad misma de Dios. La vida y la muerte solidarias de Jesús son salvadoras porque son el gran sacramento de la solidaridad de Dios mismo. Es Dios el que nos salva en la vida-muerte de Jesús. Es más, esa muerte de Jesús, que es la culminación de su vida, la miramos como culminación de la solidaridad de Dios con nuestra historia y todas sus cruces; miramos esa muerte como el lugar por antonomasia donde Dios se nos muestra y se nos acerca como una gran mano amiga capaz de consolar y transformar; miramos esa muerte como el lugar par antonomasia donde Dios se hace presente, compañero, prójimo solidario de todos los crucificados. En nuestra historia llena de dolor y desgarro, la vida y la muerte de Jesús son el sacramento del Amor que nos envuelve en el origen primero y en la meta última.

En resumen, la solidaridad de Dios con nuestras cruces es nuestra esperanza de que las cosas, por fin, llegarán a ser de otra forma. Pero ¿tiene sentido hablar de la solidaridad de Dios con nuestras cruces? Dicho de otra forma, ¿tiene sentido decir que Dios sufre con nosotros? ¿No pertenece a la definición y a la esencia misma de Dios el ser omnipotente e impasible?

5. Un dios impasible no puede salvarnos

Todas nuestras afirmaciones sobre Dios son radicalmente inadecuadas. Nunca debemos tener la pretensión de comprender y describir el misterio de Dios. Cuando muchas filosofías han sostenido y sostienen que, si Dios existe, ha de ser omnipotente e impasible, no afirman algo falso, pero quizá tampoco afirman toda la verdad de Dios. Cuando los creyentes de tantas religiones y sus teologías confiesan a Dios como eternamente feliz y todopoderoso, confiesan acerca de Dios algo verdadero y necesario, pero también quizá algo radicalmente parcial e insuficiente. No debemos imaginar a un Dios que sufre igual que nosotros, un Dios que sufre por finitud y limitación, por falta de generosidad o por déficit de esperanza. Con razón dice K. Rahner: «Para salir de mi miseria, de mi confusión y de mis dudas, de nada me aprovecha que Dios sea tan miserable coma yo»[14]. Sólo podemos esperar en Dios si es poderoso para vencer el poder omnipresente y aparentemente todopoderoso del sufrimiento y de la injusticia en nuestra vida y en nuestro mundo.

Pero ¿no es igualmente verdadero o quizá incluso más verdadero que Dios no es impasible en el sentido en que nosotros entendemos la impasibilidad, ni omnipotente en el sentido en que nosotros entendemos la omnipotencia? No podemos creer y esperar en un Dios débil y desdichado como nosotros, pero tampoco podemos creer y esperar en un Dios impasible a quien no afectan nuestros dolores o en un Dios omnipotente en plena posesión de poder supremo. D. Bonhöffer, encarcelado por Hitler y poco antes de ser ejecutado, escribió desde la cárcel que «un Dios impasible no puede salvarnos». Es decir, un Dios que no se hace solidario de nuestras cruces y miserias, un Dios que no toma sobre si nuestras soledades e impotencias, un Dios a quien no afecta en lo más profundo la suerte de tantos millones de seres humanos humillados y la suerte de tantas criaturas maltratadas, un Dios así no podrá salvarnos. Un Dios que habitase en su Olimpo celeste, un Dios que planease muy lejos por encima de nuestras pequeñas y grandes cruces no podrá salvarnos. Un Dios que no fuese solidario no podrá consolarnos, no podrá ser fundamento só1ido de nuestra esperanza.

Pues bien, ¿no nos revela justamente la Biblia un Dios que padece con su pueblo, que hace suya la suerte del débil, del extranjero, el huérfano y la viuda? Es el Dios que «oye los gritos» de Ismael, el hijo de Agar expulsado con su madre y moribundo en el desierto (Gn 21,17). Es el Dios que «ve la aflicción» y «oye los clamores» de Israel sometido a sus opresores (Ex 3,7). Es el Dios que dice: «el corazón me da un vuelco, todas mis entrañas se estremecen» (Os 11,8). Al final de su gran trilogía en 15 volúmenes (teoestética, teodramática, teológica), H. U. von Balthasar afirma rotundamente: «En ningún caso puede atribuirse 'impasibilidad' a este Dios»[15].

¿Y qué decir si miramos la vida y la cruz de Jesús? Jesús no nos revela un Dios que dicta y decreta desde arriba, o un Dios que dirige a capricho los hilos de la historia, o un Dios ofendido que exige la reparación cruenta de su honor altísimo, sino un Dios a quien duele el dolor de los enfermos, la miseria de los pobres, la afrenta de los condenados. Un Dios que sale a buscar a su hijo menor, el perdido, y sale también a buscar a su hijo mayor, el resentido. Jesús nos revela un Dios que conoce el desvalimiento de un recién nacido y el desvalimiento de un crucificado. A lo largo de su vida, Jesús nos revela a un Dios con entrañas, un Dios que es pura entraña apasionada y compasiva, absoluta ternura y proximidad. Y, en su cruz, nos revela a un Dios que se hace solidario hasta el fin de la suerte de los crucificados. Sólo podemos creer y esperar en un Dios cuya omnipotencia se traduzca en absoluta cercanía y solidaridad. Sólo podemos creer en la omnipotencia de un Dios que se hace vulnerable a los dolores de la humanidad y de la creación. «¿Cómo pensar que Dios es amor, si hay que pensar que nuestro sufrimiento no le atañe en su ser eterno?»[16].

Pero ¿de qué le ha servido a Jesús esta solidaridad de Dios si no le ha librado de la cruz? Es más, según Mt y Mc, Jesús ha muerto lanzando un grito de angustia y de abandono total: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34; Mt 27,46). ¿De qué les sirve el compadecimiento de Dios a tantos y tantos que hoy siguen muriendo, como Jesús, en la cruz y en la angustia? ¿Por qué calla Dios y por qué no interviene? ¿Será impotente el amor de Dios? ¿Será una compasión que no hace sino aumentar nuestra desdicha? ¿Dónde está Dios cuando calla ante la cruz y el grito de Jesús? ¿Por qué calla Dios y por qué muere Jesús?

6. El grito de la cruz y el silencio de Dios

Este por qué y tantos porqués siguen estrellándose en el impertérrito muro de la historia y, lo que es más hiriente, en el doloroso silencio de Dios. Ante esos desgarradores porqués, no poseemos los cristianos más respuestas que otros creyentes o que tantos increyentes: ninguna respuesta racional. No tenemos respuesta, pero seguimos mirando a Jesús, precisamente en su cruz y en su grito, como el sacramento de la radical solidaridad de Dios. Dios no está ausente, ni calla por indiferencia. Al contrario, hace suyo el dolor del silencio y de la ausencia. Esto es lo que osamos afirmar los cristianos ante la cruz de Jesús y ante su grito, también ante la cruz y el grito de la humanidad y de la creación hoy. «Quienes claman a Dios pueden descubrir que comparten el grito de Cristo. Descubren en el Cristo sufriente al Dios compasivo que sufre con ellos y los entiende. Cuando percibimos esto, nos damos cuenta de que Dios no es la fuerza fría y distante del destino a que acusamos, si no que en Cristo llegó a ser el Dios humano que clama con nosotros y en nosotros y que aboga por nosotros cuando la pena nos deja mudos»[17]. Dios está ahí, en el crucificado que grita y muere sin respuesta, como en el ahorcado de Auschwitz del que fue testigo E. Wiesel. No es el Dios impasible y lejano, no es la omnipotencia arbitraria y distante, una omnipotencia externa; es, mas bien, la omnipotencia que renuncia al poder para acompañar de más cerca. El silencio de Dios en la cruz de Jesús no es el silencio de la indiferencia, sino el silencio de quien se hace pura escucha y compasión. «En Jesús, Dios revela su propio rostro, un rostro insospechado, el del justo humilde y doliente, torturado, ensangrentado, coronado de espinas y muerto después de lanzar un misterioso grito al cielo, pero no contra el cielo. Un Dios así es un Dios tremendamente cercano al drama humano, pero es también algo extraño. Es de una extrañeza fascinante, como la de los abismos de nuestra propia profundidad»[18].

No se trata de negar la omnipotencia de Dios, o de reemplazarla par una omnidebilidad , sino que se trata de afirmar un poder divino que adopta «el camino y los recursos de la debilidad»[19]. Ahora bien, como escribe E. Sabato en su escrito-testamento, «cada vez que hemos estado a punto de sucumbir en la historia, nos hemos salvado por la parte más desvalida de la humanidad»[20]. El desvalimiento absoluto de Dios en el desvalimiento de Jesús crucificado posee el poder de transformar la historia y la creación entera. El poder de Dios vulnerable y callado es el poder del amor y ese poder del amor es nuestra esperanza. Creemos y esperamos en un Dios que toma sobre si todo el drama de la historia. Creemos y esperamos en el poder de esa solidaridad divina. Creemos y esperamos en el poder del Amor con mayúscula. Creemos y esperamos en un Dios que es «amor más fuerte que el infierno»[21]. Creemos y esperamos que no habrá infierno para nadie, porque el amor vulnerable de Dios acabará por regenerar a todos.

Ahora bien, esta esperanza, si lo es de verdad, no es impasible, ni pasiva, ni impotente, sino tan comprometida, activa y transformadora como la solidaridad misma de Dios. La esperanza del creyente, para serlo, ha de ser crítica y liberadora, ha de convertirse, como Jesús, en sacramento de la solidaridad de Dios, aunque ello la lleve a la cruz, como a Jesús. Y, frágil y desvalida como es, ha de sostenerse en el grito y la confianza de Jesús crucificado. Ha de sostenerse en la presencia pascual del resucitado, primicia y anticipo del triunfo de la vida sobre toda muerte.


Notas

[1] Para la cronología de la muerte de Jesús, cf. J. P. Meier, Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico, vol.I. Verbo Divino, Estella, 1998, pp. 393-407. Ch. Perrot sigue inclinándose por la cronología de los sinópticos, según la cual Jesús habría celebrado la cena pascual en la víspera de la pascua, como todos los judíos, y habría sido juzgado y crucificado en día de pascua a primera hora : Jésus. PUF, París 1998, p. 101.
[2] Cf. H. JONAS, « La carga y la bendición de la mortalidad » en Pensar sobre Dios y otros ensayos, Herder, Barcelona, 1998, pp. 89-107
[3] Cf. la crítica y la reinterpretación de estas categorías soteriológicas tradicionales en B. Sesboüé, Jesucristo, el único mediador. Secretariado Trinitario. Salamanca 1990, sobre todo pp. 277-404
[4] ¿Qué es ser sacerdote? PPC. Madrid 1995 p.90
[5] J.P. Meier, Un judío marginal. Vol. I, o.c., p. 193.
[6] J.I. González Faus, Acceso a Jesús. Sígueme, Salamanca 1979, p. 80.
[7] E. Schillebeeckx, Los hombre, relato de Dios, Sígueme. Salamanca 1994. p. 198.
[8] Cf. C. Bravo, Jesús, hombre en conflicto. Sal Terrae, Santander 1986.
[9] E. Schillebeeckx, Los hombres relato de Dios, o.c. p. 126
[10] J. Sobrino, Jesucristo liberador. Lectura histórico-teológica, Trotta, Madrid 1991, p.271.
[11] Cf. J. Moingt, El hombre que venía de Dios, vol. II, Desclée de Brouwer, Bilbao 1995, pp. 191-197.
[12] Cf. E. Bueno, 10 palabras claves en Cristología, Verbo Divino, Estella 2000, pp. 157 – 193.
[13] H. Kessler, « Jesucristo, camino de la vida » en Manual de teología dogmática, Herder, Barcelona 1996, p.464.
[14] Citado por H. Vorgrimler, Entender a Karl Rahner. Introducción a su vida y su pensamiento, Herder, Barcelona 1988, p. 180. Contra la idea del Dios que sufre se ha pronunciado también, entre otros, J. B. Metz (cf., por ejemplo, J.B. Metz-E. Wiesel, Esperar a pesar de todo. Trotta, Madrid 1996, pp. 61-63)
[15] Epílogo. Encuentro. Madrid 1998 p.40. Junto a H. U. von Balthasar destaca, en la teología de la cruz y del sufrimiento de Dios, J. Moltmann, tan diferente de aquél por lo demás.
[16] F. Varillon, La souffrance de Dieu. Ed. du Centurion, Paris 1975, p.14.
[17] J. Moltmann, Cristo para nosotros hoy, Trotta, Madrid 1997, p.42.
[18] L. Boff, Jesucristo y la liberación del hombre. Cristiandad, Madrid 1981, p.287.
[19] A. Gesché, « Commet Dieu rèpond à notre cri. Revisiter la toute-puissance », en A. Gesché – P. Scolas (dirs), Dieu à l´epreuve de notre cri, Cerf – Université catholique de Louvain, Paris- Lovaina 1999, p. 128. La mística judía de la cábala ha hablado de la « contracción » (tzintzum) divina, de la renuncia kenótica por parte de Dios a su propia omnipotencia. Sobre ello ha insistido de manera original el pensador H. Jonas (cf. por ejemplo, Pensar sobre Dios y otros ensayos, o.c.,pp, 195-258).
[20] E. Sábato. Antes del fin. Seix Barral. Barcelona 1999, p. 181.
[21]. H. U. von Balthasar, Epílogo, o.c. p. 117.

dissabte, 25 de setembre del 2010

Directori General per a la Catequesi

(Part II. Cap I: nn. 94-118)

CAPÍTOL I
Normes i criteris per a la presentació
del missatge evangèlic en la catequesi

«Escolta, Israel: el Senyor és el nostre Déu, el Senyor és l’Únic. Estimaràs el Senyor, el teu Déu, amb tot el cor, amb tota l’ànima i amb totes les forces. Grava en el teu cor les paraules dels manaments que avui et dono. Inculca-les als teus fills; parla’n a casa i tot fent camí, quan te’n vagis al llit i quan et llevis. Lliga-te-les a la mà com un distintiu, porta-les com una marca entre els ulls. Escriu-les als muntants de les portes de casa teva i dels portals de la ciutat» (Dt 6,4-9).
«I el qui és la Paraula s’ha fet home i ha habitat entre nosaltres» (Jn 1,14).

La Paraula de Déu, font de la catequesi

94. La font d’on la catequesi pren el seu missatge és la mateixa paraula de Déu:
«La catequesi extraurà sempre el seu contingut de la font viva de la Paraula de Déu, transmesa mitjançant la Tradició i l’Escriptura, ja que la Sagrada Tradició i la Sagrada Escriptura són l’únic dipòsit sagrat de la Paraula de Déu confiada a l’Església».1
Aquest «dipòsit de la fe»2 és com el tresor del pare de la casa, que ha estat confiat a l’Església, la família de Déu, d’on ella va traient sempre coses noves i velles.3
Tots els fills del Pare, animats pel seu Esperit, s’alimenten d’aquest tresor de la Paraula. Ells saben que la Paraula de Déu és Jesucrist, el Verb fet home, i que la seva veu no para de ressonar, per mitjà de l’Esperit Sant, a l’Església i al món.
La Paraula de Déu, per admirable «condescendència»4 divina, s’adreça i arriba a nosaltres a través d’«obres i paraules» humanes, «tal com un dia el Verb del Pare etern, va prendre la carn de la feblesa humana i es va fer semblant als homes».5 Sense deixar de ser Paraula de Déu, s’expressa amb paraula humana, propera i velada alhora en estat «kenòtic». Per això l’Església, guiada per l’Esperit, ha d’interpretar-la contínuament i, tot contemplant-la amb un profund esperit de fe, «l’escolta piadosament, la guarda santament i l’anuncia fidelment».6

La font i «les fonts» del missatge de la catequesi7

95. La Paraula de Déu continguda a la Sagrada Tradició i a la Sagrada Escriptura:
— és meditada i compresa cada cop més profundament pel sentit de la fe de tot el Poble de Déu, sota la guia del Magisteri, que l’ensenya amb autoritat;
— és celebrada en la litúrgia, on constantment es proclama, s’escolta, s’interioritza i es comenta;
— resplendeix en la vida de l’Església, en la seva història bimil·lenària, sobretot en el testimoni dels cristians, particularment dels sants;
— és aprofundida amb la investigació teològica, que ajuda els creients a avançar en la intel·ligència vital dels misteris de la fe;
— es manifesta en els genuïns valors religiosos i morals que, com llavors de la Paraula, hi ha escampats en la societat humana i en les diverses cultures.
96. Totes aquestes són les fonts, principals i subsidiàries, de la catequesi, les quals mai no es poden prendre en uns sentit unívoc.8 La Sagrada Escriptura «és Paraula de Déu en tant que, per inspiració de l’Esperit Sant, és consignada per escrit»;9 i la Sagrada Tradició «transmet íntegrament als successors dels apòstols la Paraula de Déu que Crist i l’Esperit Sant van confiar a aquests».10 El Magisteri té la funció d’«interpretar autènticament la Paraula de Déu»,11 realitzant —en nom de Jesucrist— un servei eclesial fonamental. Tradició, Escriptura i Magisteri, íntimament relacionats i units, són, «cadascun a la seva manera»,12 fonts principals de la catequesi.
Les «fonts» de la catequesi tenen cadascuna el seu llenguatge propi, que queda concretat en una varietat molt rica de «documents de la fe». La catequesi és tradició viva d’aquests documents:13 perícopes bíbliques, textos litúrgics, escrits dels Pares de l’Església, formulacions del Magisteri, símbols de la fe, testimonis dels sants i reflexions teològiques.
La font viva de la Paraula de Déu i les «fonts» que en deriven i amb les quals ella s’expressa, proporcionen a la catequesi els criteris per transmetre el seu missatge a tots els qui han pres la decisió de seguir Jesucrist.

Els criteris per a la transmissió del missatge

97. Els criteris per presentar el missatge evangèlic a la catequesi es relacionen íntimament entre ells, puix que brollen d’una font única:
— El missatge, centrat en la persona de Jesucrist (cristocentrisme), per la seva dinàmica interna, introdueix en la dimensió trinitària que li és pròpia.
— L’anunci de la Bona Nova del Regne de Déu, centrat en el do de la salvació, implica un missatge d’alliberament.
— El caràcter eclesial del missatge remet al seu caràcter històric, car la catequesi —com el conjunt de l’evangelització— es duu a terme durant el «temps de l’Església».
— El missatge evangèlic —com a Bona Nova destinada a tots els pobles— cerca la inculturació, la qual només s’aconseguirà en profunditat si el missatge es presenta amb tota la seva integritat i puresa.
— El missatge evangèlic és necessàriament un missatge orgànic, amb la seva jerarquia de veritats. Aquesta visió harmònica de l’Evangeli el converteix en esdeveniment profundament significatiu per a la persona humana.
Tot i que aquests criteris són vàlids per a tot el ministeri de la Paraula, aquí es presenten desenrotllats en relació amb la catequesi.

El cristocentrisme del missatge evangèlic

98. Jesucrist no tan sols va transmetre la Paraula de Déu: ell és la Paraula de Déu. Per això tota la catequesi es refereix a Crist.
En aquest sentit, allò que caracteritza el missatge que la catequesi transmet és, abans de tota altra cosa, el «cristocentrisme»,14 que cal entendre en diversos sentits:
— En primer lloc, significa que «en el centre de la catequesi trobem essencialment una Persona, la de Jesús de Natzaret, Unigènit del Pare, ple de gràcia i de veritat».15 En realitat, la comesa fonamental de la catequesi és presentar el Crist: tota la resta es refereix a ell. Cerca, en definitiva, el seguiment de Jesucrist, la comunió amb ell. Vers aquest fi tendeix cada element del missatge.
— El cristocentrisme, en segon lloc, significa que Crist és «en el centre de la història de la salvació»,16 que la catequesi presenta. Com de fet, Crist és l’esdeveniment últim vers el qual convergeix tota la història salvífica. Va venir en «la plenitud del temps» (Ga 4,4) i és «la clau, el centre i el fi de tota la història humana».17 El missatge catequètic ajuda el cristià a situar-se en la història i a inserir-s’hi activament, quan ensenya que el Crist és el sentit últim d’aquesta història.
— El cristocentrisme significa, igualment, que el missatge evangèlic no ve de l’home, sinó que és la Paraula de Déu. L’Església, i en nom d’ella tot catequista, pot dir en veritat: «La doctrina que ensenyo no és meva, sinó d’aquell que m’ha enviat» (Jn 7,16). Per això la catequesi transmet «l’ensenyament de Jesucrist, la veritat que ell comunica o, més exactament, la veritat que ell és».18 El cristocentrisme obliga la catequesi a transmetre allò que Jesús ensenya sobre Déu, sobre l’home, sobre la felicitat, sobre la vida moral, sobre la mort, etc., sense permetre’s mai de canviar gens el seu pensament.19
Els evangelis, que conten la vida de Jesús, són al centre del missatge catequètic. Dotats ells mateixos d’una «estructura catequètica»,20 manifesten l’ensenyament que es proposava a les primeres comunitats cristianes. Transmetia la vida de Jesús, el seu missatge i les seves accions salvadores. En la catequesi, «els quatre evangelis ocupen un lloc central, perquè el seu centre és Jesucrist»21

El cristocentrisme trinitari del missatge evangèlic

99. La Paraula de Déu, encarnada en Jesús de Natzaret, Fill de la Verge Maria, és la Paraula del Pare, que parla al món per mitjà del seu Esperit. Jesús remet constantment al Pare, del qual se sap Únic Fill, i a l’Esperit Sant, pel qual se sap Ungit. Ell és el «camí» que introdueix en el misteri íntim de Déu.22
El cristocentrisme de la catequesi, en virtut de la seva mateixa dinàmica interna, porta a la confessió de la fe en Déu: Pare, Fill i Esperit Sant. És un cristocentrisme essencialment trinitari. Els cristians, en el Baptisme, queden configurats amb Crist, «Un de la Trinitat»,23 i aquesta configuració situa els batejats, «fills en el Fill», en comunió amb el Pare i amb l’Esperit Sant. Per això llur fe és radicalment trinitària. «El misteri de la Santíssima Trinitat és el misteri central de la fe i de la vida cristiana».24
100. El cristocentrisme trinitari del missatge evangèlic impulsa la catequesi a tenir cura, entre altres, dels següents aspectes:
— L’estructura interna de la catequesi, en qualsevol modalitat de presentació, serà sempre cristocèntrica i trinitària: «Per Crist al Pare en l’Esperit».25 Una catequesi que prescindís d’una d’aquestes dimensions, o en desconegués la unió orgànica, correria el perill de trair l’originalitat del missatge cristià.26
— Seguint la mateixa pedagogia de Jesús, en la seva revelació del Pare, d’ell mateix com a Fill i de l’Esperit Sant, la catequesi mostrarà la vida íntima de Déu a partir de les seves obres salvífiques a favor de la humanitat.27 Les obres de Déu revelen qui és ell en si mateix i, tot alhora, el misteri del seu ésser íntim il·lumina la intel·ligència de totes les seves obres. Passa així, analògicament, en les relacions humanes: les persones es revelen en allò que fan, i així que les anem coneixent millor, comprenem més la seva conducta.28
— La presentació de l’ésser íntim de Déu revelat per Jesús, un en essència i tri en persones, ens farà veure les implicacions vitals per a la vida dels éssers humans. Confessar un Déu únic significa que «l’home no ha de sotmetre la seva llibertat personal, d’una manera absoluta, a cap poder terrenal».29 Significa també que la humanitat, creada a imatge d’un Déu que és «comunió de persones», és cridada a ser una societat fraterna, composta per fills d’un mateix Pare, iguals en dignitat personal. Les implicacions humanes i socials de la concepció cristiana de Déu són immenses.30 L’Església, quan professa la seva fe en la Trinitat i l’anuncia al món, es comprèn ella mateixa com «una multitud reunida per la unitat del Pare, del Fill i de l’Esperit Sant».31

Un missatge que anuncia la salvació

101. El missatge de Jesús sobre Déu és una bona notícia per a la humanitat. Com de fet, Jesús va anunciar el Regne de Déu:32 una intervenció divina nova i definitiva, amb un poder transformador tan gran —i més gran i tot— que el que va utilitzar en la creació del món.33 En aquest sentit, «com a nucli i centre de la Bona Nova, Crist anuncia la salvació: aquest gran do de Déu que és l’alliberament de tot allò que oprimeix l’home, però que, sobretot, és l’alliberament del pecat i del Maligne, dintre l’alegria de conèixer Déu i de ser conegut per ell, de veure’l i de donar-nos a ell».34
La catequesi transmet aquest missatge del Regne, central en la predicació de Jesús. I, en fer-ho, aquest missatge «s’aprofundeix de mica en mica i es desenrotlla en els seus corol·laris implícits»,35 bo i mostrant les grans repercussions que té per a les persones i per al món
102. En aquesta explicació del kerigma evangèlic de Jesús, la catequesi subratlla els següents aspectes fonamentals:
— Jesús, amb l’arribada del Regne, anuncia i revela que Déu, no és un ésser distant i inaccessible, «no és un poder anònim i llunyà»,36 sinó que és el Pare que viu enmig de les seves criatures actuant amb amor i poder. Aquest testimoni sobre Déu com a Pare, ofert d’una manera senzilla i directa, és fonamental en la catequesi.
— Jesús indica, al mateix temps, que Déu, amb el seu regnat, ofereix el do de la salvació integral: allibera del pecat, introdueix a la comunió amb el Pare, atorga la filiació divina i promet la vida eterna, un cop vençuda la mort.37 Aquesta salvació integral és, tot alhora, immanent i escatològica, ja que «comença certament en aquesta vida, però té l’acompliment en l’eternitat».38
— Jesús, quan anuncia el Regne, anuncia la justícia de Déu: proclama el judici diví i la nostra responsabilitat. L’anunci del judici de Déu, amb el seu poder de formació de la consciència, és contingut central de l’Evangeli i bona notícia per al món. Ho és per al qui pateix manca de justícia i per a tothom qui lluita per implantar-la; ho és també per al qui no ha sabut estimar i fer-se solidari, perquè és possible la penitència i el perdó, car en la creu de Jesucrist se’ns guanya la redempció del pecat. La crida a la conversió i a creure en l’Evangeli del Regne, que és Regne de justícia, d’amor i de pau, i a la llum del qual serem jutjats, és fonamental per a la catequesi.
— Jesús declara que el Regne de Déu s’inaugura amb ell, en la seva mateixa persona.39 Revela, en efecte, que ell mateix, constituït Senyor, assumeix la realització d’aquest Regne, fins que el lliuri plenament consumat al Pare, quan vindrà de nou amb glòria i majestat.40 «El Regne ja és misteriosament present en la nostra terra; quan vingui el Senyor, es consumarà la seva perfecció».41
— Jesús indica, igualment, que la comunitat dels seus deixebles, la seva Església, «constitueix la llavor i el començament d’aquest Regne a la terra»42 i que, com a ferment dins la massa, allò que ella desitja és que el Regne de Déu creixi en el món com un arbre frondós, i s’incorpori en tots els pobles i en totes les cultures. «Efectivament i concretament, l’Església es troba al servei del Regne».43
— Jesús manifesta, finalment, que la història de la humanitat no camina cap al no-res, sinó que, amb els seus aspectes de gràcia i de pecat, és —en ell— assumida per Déu a fi de transformar-la. Ella, en el seu pelegrinatge actual vers la casa del Pare, ja ofereix un esbós del món futur, on, assumida i purificada, quedarà consumada. «L’evangelització no pot deixar d’incloure l’anunci profètic d’un més enllà, vocació profunda i definitiva de l’home, en continuïtat i en discontinuïtat, a la vegada, amb la situació present».44

Un missatge d’alliberament

103. La Bona Nova del Regne de Déu, que anuncia la salvació, inclou un missatge d’alliberament.45 Quan anunciava aquest Regne, Jesús es dirigia d’una manera molt particular als pobres: «Feliços els pobres, és vostre el Regne de Déu. Feliços els qui ara passeu fam, Déu us saciarà. Feliços els qui ara ploreu, vindrà dia que riureu» (Lc 6,20-21). Aquestes benaurances de Jesús, adreçades als que sofreixen, són un anunci escatològic de la salvació que el Regne porta amb ell. Apunten a l’experiència tan punyent a què l’Evangeli és tan sensible: la pobre sa, la fam i el sofriment de la humanitat.
La comunitat dels deixebles de Jesús, l’Església, participa avui de la mateixa sensibilitat que va tenir el seu Mestre, es fixa avui, amb un dolor profund, en aquests «pobles entestats amb totes les seves energies en l’esforç i en la lluita per vèncer tot allò que els condemna a quedar-se al marge de la vida: fam, malalties cròniques, analfabetisme, depauperació, injustícia en les relacions internacionals... situacions de neocolonialisme econòmic i cultural».46 Totes les formes de pobresa, «no sols econòmica, sinó també cultural i religiosa»,47 preocupen l’Església.
Com a dimensió important de la seva missió, l’Església «té el deure d’anunciar l’alli­berament de milions d’éssers humans entre els quals hi ha molts fills seus; el deure d’ajudar perquè neixi aquest alliberament, de donar-ne testimoni i de fer que sigui total».48
104. Per tal de preparar els cristians a aquesta feina, la catequesi tindrà cura, entre altres, dels següents aspectes:
— Situarà el missatge d’alliberament en la perspectiva de «la finalitat específicament religiosa de l’evangelització»,49 ja que aquesta perdria la raó de ser si «es desviava de l’eix religiós que la dirigeix; en primer lloc, el Regne de Déu, en el seu sentit plenament teològic».50 Per això, el missatge de l’alliberament «no pot reduir-se a la simple i estreta dimensió econòmica, política, social o cultural, sinó que ha d’abraçar tot l’home, en totes les seves dimensions, inclosa l’obertura a l’Absolut, que és Déu».51
La catequesi, en la comesa de l’educació moral, presentarà la moral social cristiana com una exigència i una conseqüència de «l’alliberament radical efectuat pel Crist».52 Com de fet, aquesta és la Bona Nova que els cristians professen, amb el cor ple d’esperança: Crist ha alliberat el món i continua alliberant-lo. Aquí es genera la praxi cristiana, que és el compliment del gran manament de l’amor.
— Igualment, en la tasca de la iniciació a la missió, la catequesi desvetllarà en els catecúmens i en els catequitzands «l’opció preferencial pels pobres»,53 la qual, «lluny de ser un signe de particularisme o de sectarisme, manifesta la universalitat de l’ésser i de la missió de l’Església. Aquesta opció no és exclusiva»,54 sinó que porta amb ella «el compromís per la justícia segons la funció, la vocació i les circumstàncies de cadascú».55

L’eclesialitat del missatge evangèlic

105. La naturalesa eclesial de la catequesi dóna al missatge evangèlic que transmet un intrínsec caràcter eclesial. La catequesi té el seu origen en la confessió de fe de l’Església i condueix a la confessió de fe del catecumen i del catequitzand. La primera paraula oficial que l’Església adreça al batejand adult, després d’interessar-se pel seu nom, és preguntar-li: «Què demanes a l’Església de Déu?» I la resposta del candidat és: «La fe».56 Efectivament, el catecumen sap que l’Evangeli que ha descobert i vol conèixer és viu i actuant en el cor dels creients. La catequesi no és res més que el procés de transmissió de l’Evangeli tal com la comunitat cristiana l’ha rebut, el comprèn, el celebra, el viu i el comunica de moltes maneres.
Per això, quan la catequesi transmet el misteri de Crist, ressona en el seu missatge la fe de tot el Poble de Déu enllà de la història: la dels apòstols, que el van rebre del mateix Crist i de l’acció de l’Esperit Sant; la dels màrtirs, que la van confessar i la confessen amb la seva sang; la dels sants, que la van viure i la viuen en profunditat; la dels Pares i els Doctors de l’Església, que la van ensenyar esplendorosament; la dels missioners, que van anunciar-la sense defallir; la dels pastors, finalment, que la guarden amb zel i amor i l’ensenyen i interpreten autènticament. Ben cert, en la catequesi és present la fe de tots els qui creuen i es deixen conduir per l’Esperit Sant.
106. Aquesta fe, transmesa per la comunitat eclesial, només és una. Tot i que els deixebles de Jesucrist formen una comunitat dispersa per tot el món i encara que la catequesi transmet la fe en llenguatges culturals molt diferents, l’Evangeli que es dóna a cadascú —la confessió de fe— és únic, i és un de sol el Baptisme: «Un sol Senyor, una sola fe, un sol Baptisme, un sol Déu i Pare de tots» (Ef 4,5).
Així la catequesi és, a l’Església, el servei que introdueix els catecúmens i els catequitzands a la unitat de la confessió de fe.57 En virtut de la seva naturalesa pròpia alimenta el vincle de la unitat,58 creant la consciència de pertànyer a una gran comunitat que ni l’espai ni el temps no poden limitar: «Des d’Abel, el just, fins al darrer dels elegits, fins als extrems de la terra, fins a la consumació del món.»59

Caràcter històric del misteri de la salvació

107. La confessió de fe dels deixebles de Jesucrist surt d’una Església que peregrina, enviada en missió. No és encara la proclamació gloriosa del final del camí, sinó la que correspon al «temps de l’Església».60 L’«economia de la salvació» té un caràcter històric, car es realitza en el temps: «va començar en el passat, va desenrotllar-se i va aconseguir el cim en Jesucrist; desplega el seu poder en el present, i espera la consumació en el seu futur».61
Per això l’Església, quan transmet avui el missatge cristià des de la consciència viva que en té, guarda sempre la «memòria» dels esdeveniments salvífics del passat i els va contant de generació en generació. A la llum d’aquests esdeveniments, interpreta els fets actuals de la història humana, on l’Esperit de Déu renova la faç de la terra, i persevera en l’esperança confiada de la vinguda del Senyor. En la catequesi patrística, la narració (narratio) de les meravelles realitzades per Déu i l’espera (expectatio) del retorn de Crist acompanyaven sempre l’exposició (explanatio) dels misteris de la fe.62
108. El caràcter històric del missatge cristià fa que la catequesi hagi de tenir en compte aquests aspecte:
— Presentar la història de la salvació per mitjà d’una catequesi bíblica que doni a conèixer les «obres i paraules» amb què Déu s’ha revelat a la humanitat: les grans etapes de l’Antic Testament, amb què va preparar el camí de l’Evangeli;63 la vida de Jesús, Fill de Déu, encarnat a les entranyes de Maria, que amb els seus fets i ensenyaments va dur a plenitud la Revelació,64 i la història de l’Església, transmissora d’aquesta Revelació. Aquesta història, llegida des de la fe, també és part fonamental del contingut de la catequesi.
— Quan s’explica el Símbol de la fe i el contingut de la moral cristiana per mitjà d’una catequesi doctrinal, el missatge evangèlic ha d’il·luminar l’«avui» de la història de la salvació. Com de fet, «el ministeri de la paraula no sols recorda la revelació de les meravelles de Déu fetes en el passat... sinó que, al mateix temps, a la llum de la revelació, interpreta la vida dels homes de la nostra època, els signes dels temps i les realitats d’aquest món, ja que en això es realitza el designi de Déu sobre la salvació dels homes».65
— Situar els sagraments dintre la història de la salvació per mitjà d’una catequesi mistagògica, que «rellegeixi i revifi els esdeveniments de la història de la salvació en l’ ‘avui’ de la litúrgia».66 Aquesta referència a l’«avui» historico-salvífic és essencial en aquesta catequesi. Així s’ajuda els catecúmens i els catequitzands «a obrir-se a la intel·ligència ‘espiritual’ de l’economia de la salvació».67
— Les «obres i paraules» de la Revelació remeten al «misteri que hi ha en elles».68 La catequesi ajudarà a fer el pas del signe al misteri. Portarà a descobrir, darrere la humanitat de Jesús, la seva condició de Fill de Déu; darrere la història de l’Església, el seu misteri com a «sagrament de salvació»; darrere els «signes dels temps», les petjades de la presència i dels plans de Déu. Així la catequesi mostrarà el coneixement propi de la fe, «que és un coneixement per mitjà de signes».69

La inculturació del missatge evangèlic 70

109. La Paraula de Déu es va fer home, home concret, situat en el temps i en l’espai, arrelat en una cultura determinada: «Crist, per la seva encarnació, va unir-se a les condicions socials i culturals concretes d’aquells homes amb qui va conviure».71 Aquesta és la «inculturació» originària de la Paraula de Déu i el model referencial per a tota l’evangelització de l’Església, «cridada a portar la força de l’Evangeli al cor de la cultura i de les cultures».72
La «inculturació»73 de la fe, per la qual «arriben a assumir-se en admirable intercanvi totes les riqueses de les nacions donades a Crist en herència»,74 és un procés profund i global i un camí lent.75 No és una simple adaptació externa que, per fer més atraient el missatge cristià, es limita a cobrir-lo d’una manera decorativa com un vernís superficial. Ben al contrari, es tracta de la penetració de l’Evangeli en els nivells més profunds de les persones i dels pobles. Els afecta «d’una manera vital, en profunditat i fins a les mateixes arrels»76 de les seves cultures.
Tanmateix, en aquest treball d’inculturació, les comunitats cristianes hauran de fer un discerniment: «assumiran»,77 d’una banda, aquelles riqueses culturals que siguin compatibles amb la fe; però també es tracta, d’altra banda, d’ajudar a «guarir»78 i «transformar»79 els criteris, les línies de pensament o els estils de vida que estiguin en contrast amb el Regne de Déu. Aquest discerniment es regeix per dos principis bàsics: «la compatibilitat amb l’Evangeli de les diverses cultures que cal assumir i la comunió amb l’Església universal».80 Tot el Poble de Déu ha d’implicar-se en aquest procés, que «necessita una gradualitat perquè sigui realment l’expressió de l’experiència cristiana de la comunitat».81
110. Concretament, en aquesta inculturació de la fe, es presenten a la catequesi diverses comeses. Entre elles cal destacar:
— Considerar la comunitat eclesial com el principal factor de la inculturació. Una expressió, i alhora un instrument eficaç d’aquesta comesa, és el catequista, el qual, juntament amb un sentiment profund, ha de posseir una viva sensibilitat social i ha d’estar ben arrelat en el seu ambient cultural.82
— Elaborar uns Catecismes locals que responguin «a les exigències que dimanen de les diverses cultures»83 i presentin l’Evangeli en relació amb les aspiracions, els interrogants i els problemes que es troben en aquestes cultures.
— Realitzar una inculturació adequada en el Catecumenat i en les institucions catequètiques, incorporant amb discerniment el llenguatge, els símbols i els valors de les cultures on arrelen els catecúmens i els catequitzands.
— Presentar el missatge cristià de tal manera que capaciti per «donar raó de l’esperança» (1Pe 3,15) als qui han d’anunciar l’Evangeli enmig d’unes cultures alienes als conceptes religiosos i, de vegades, postcristianes. Una apologètica encertada, que ajudi en el diàleg «fe-cultura», resulta imprescindible.

La integritat del missatge evangèlic

111. En la tasca de la inculturació de la fe, la catequesi ha de transmetre el missatge evangèlic amb tota integritat i puresa. Jesús va anunciar l’Evangeli íntegrament: «A vosaltres us he fet conèixer tot allò que he sentit al meu Pare» (Jn 15,15). I aquesta mateixa integritat Crist l’exigeix als seus deixebles, quan els envia a la missió: «Ensenyeu-los a guardar tot el que jo us he manat» (Mt 28,19). Per això és un criteri fonamental de la catequesi salvaguardar la integritat del missatge i evitar-ne presentacions parcials o deformades: «per tal que sigui perfecta “l’oblació de la seva fe”, el qui es fa deixeble de Crist té dret a rebre «la paraula de la fe» no mutilada, falsificada o disminuïda, sinó completa i integral, amb tot el seu rigor i la seva força».84
112. Dues dimensions íntimament unides rauen al fons d’aquest criteri. Es tracta, efectivament, de:
— Presentar el missatge evangèlic íntegre, sense silenciar cap aspecte fonamental ni fer cap selecció en el dipòsit de la fe.85 Al contrari, la catequesi «ha de mirar curosament de proposar amb fidelitat tot el tresor del missatge cristià».86 Ara, això cal fer-ho gradualment seguint l’exemple de la pedagogia divina, amb què Déu s’ha anat revelant d’una manera progressiva i gradual. La integritat ha de compaginar-se amb l’adaptació.
Per tant, la catequesi parteix d’una proposició senzilla de l’estructura íntegra del missatge cristià, i l’exposa d’una manera adaptada a la capacitat dels destinataris. Sense limitar-se a aquesta exposició inicial, la catequesi, gradualment, proposarà el missatge cada cop amb més amplitud i explicitació, segons la capacitat del catequitzand i el caràcter propi de la catequesi.87 Aquests dos nivells d’exposició íntegra del missatge s’anome­nen «integritat intensiva» i «integritat extensiva».
— Presentar el missatge evangèlic autèntic, amb tota la seva puresa, sense reduir-ne les exigències, per por del refús; i sense imposar càrregues pesades que no hi van incloses, car el jou de Jesús és suau.88
Aquest criteri sobre l’autenticitat va íntimament vinculat amb el de la inculturació. Aquesta té la funció de «traduir»89 allò que és essencial del missatge a un determinat llenguatge cultural. En aquesta comesa necessària sempre hi ha una tensió: «L’evangelització perd molt de la seva força si no pren en consideració el poble concret al qual es dirigeix», però també «té el perill de perdre la seva ànima i esvanir-se si es buida o desvirtua el seu contingut, amb el pretext de traduir-lo».90
113. En aquesta relació complexa entre inculturació i integritat del missatge cristià, el criteri que cal seguir és el d’una actitud evangèlica: el d’«una obertura missionera a la salvació integral del món».91 Aquesta actitud ha de saber conjugar l’acceptació dels valors veritablement humans i religiosos, per damunt d’entossudiments immobilistes, amb el compromís missioner d’anunciar tota la veritat de l’Evangeli, per damunt de fàcils acomodacions que portarien a desvirtuar l’Evangeli i a secularitzar l’Església. L’autenticitat evangèlica exclou aquestes dues actituds, contràries al veritable sentit de la missió.

Un missatge orgànic i jerarquitzat

114. El missatge que la catequesi transmet té «un caràcter orgànic i jerarquitzat».92 Constitueix una síntesi coherent i vital de la fe. S’organitza entorn del misteri de la Santíssima Trinitat, en una perspectiva cristocèntrica, ja que aquest misteri és «la font de tots els altres misteris de la fe i la llum que els il·lumina».93 A partir d’ell, l’harmonia del conjunt del missatge reclama una «jerarquia de veritats»,94 per tal com és diversa la connexió de cadascuna d’elles amb el fonament de la fe cristiana. Ara bé, «aquesta jerarquia no significa que algunes veritats pertanyin a la fe més que algunes altres, sinó que algunes veritats es recolzen en altres com a més principals i d’elles reben llum».95
115. Tots els aspectes i dimensions del missatge cristià participen d’aquesta organicitat jerarquitzada:
— La història de la salvació, quan conta «les meravelles de Déu» (mirabilia Dei) —les que va fer, les que fa i les que farà per nosaltres— s’organitza entorn de Jesucrist, «centre de la història de la salvació».96 La preparació a l’Evangeli, en l’Antic Testament, la plenitud de la Revelació en Jesucrist, i el temps de l’Església, estructuren tota la història salvífica, de la qual la creació i l’escatologia són el principi i la fi.
— El Símbol apostòlic fa veure com l’Església sempre ha volgut presentar el misteri cristià en una síntesi vital. Aquest símbol és el resum i la clau de la lectura de tota l’Escriptura i de tota la doctrina de l’Església, que s’ordena jeràrquicament entorn d’ell.97
— També els sagraments són un tot orgànic que, com a forces regeneradores, brollen del misteri pasqual de Jesucrist i «formen un organisme on cada sagrament particular té el seu lloc vital».98 L’Eucaristia ocupa en aquest cos orgànic un lloc únic, vers el qual s’ordenen els altres sagraments: es presenta com «el sagrament dels sagraments».99
— El doble manament de l’amor, a Déu i al proïsme, és —en el missatge moral— la jerarquia de valors que el mateix Jesucrist va establir: «Tots els manaments de la Llei i els Profetes es fonamenten en aquests dos» (Mt 22,40). L’amor a Déu i l’amor al proïsme, que resumeixen el decàleg, si es viuen amb l’esperit de les benaurances evangèliques, constitueixen la carta magna de la vida cristiana que Jesús va proclamar en el sermó de la Muntanya.100
— El Parenostre condensa l’essència de l’Evangeli, sintetitza i jerarquitza les riqueses immenses de l’oració contingudes a la Sagrada Escriptura i en tota la vida de l’Església. Aquesta oració, que Jesús mateix va ensenyar als seus deixebles, deixa entreveure la confiança filial i els desigs més profunds amb què una persona es pot dirigir a Déu.101

Un missatge significatiu per a la persona humana

116. La Paraula de Déu, en fer-se home, assumeix la naturalesa humana en tot menys en el pecat. Així Jesucrist, que és «imatge de Déu invisible» (Col 1,15), és també l’home perfecte. D’aquí ve que, «en realitat, el misteri de l’home només s’aclareix en el misteri del Verb encarnat».102
La catequesi, quan presenta el missatge de Crist, no sols ensenya qui és Déu i quin és el seu designi salvífic, sinó que, tal com va fer el mateix Jesús, ensenya també plenament qui és l’home al mateix home i quina és la seva vocació altíssima.103 La revelació, de fet, «no es dóna aïllada de la vida, ni se li juxtaposa artificialment. Es refereix al sentit últim de l’existència i la il·lumina, sia per inspirar-la, sia per jutjar-la, a la llum de l’Evangeli».104
La relació del missatge cristià amb l’experiència humana no és purament metodològica, sinó que surt de la finalitat mateixa de la catequesi, que cerca la comunió de la persona humana amb Jesucrist. Jesús, durant la seva vida terrenal, va viure plenament la seva humanitat: «Va treballar amb mans d’home, va pensar amb intel·ligència d’home, va actuar amb voluntat d’home, va estimar amb cor d’home».105 Doncs bé, «tot allò que Crist va viure, fa que puguem viure-ho en ell i que ell ho visqui en nosaltres».106 La catequesi actua sobre aquesta identitat d’experiència humana entre Jesús, Mestre, i el deixeble, i ensenya a pensar com ell, a obrar com ell i a estimar com ell.107 Viure la comunió amb Crist és fer l’experiència de la vida nova de la gràcia.108
117. Per aquesta raó, eminentment cristològica, la catequesi, quan presenta el missatge cristià, «ha de preocupar-se d’orientar l’atenció dels homes cap a llurs experiències més importants, tant personals com socials. És comesa seva plantejar, a la llum de l’Evangeli, els interrogants que surten d’aquestes experiències, per tal d’estimular el just desig de transformar la pròpia conducta».109 En aquest sentit:
— En la primera evangelització, pròpia del pre-catecumenat o de la pre-catequesi, l’anunci de l’Evangeli es farà sempre en íntima connexió amb la naturalesa humana i les seves aspiracions i mostrarà com se satisfà plenament el cor humà.110
— En la catequesi bíblica s’ajudarà a interpretar la vida humana actual a la llum de les experiències viscudes pel poble d’Israel, per Jesucrist i per la comunitat eclesial, en la qual l’Esperit de Crist ressuscitat viu i actua contínuament.
— En l’explicitació del Símbol, la catequesi mostrarà com els grans temes de la fe (creació, pecat original, Encarnació, Pasqua, Pentecosta, escatologia...) són sempre font de vida i de llum per a l’ésser humà.
— La catequesi moral, quan presenta en què consisteix la vida digna de l’Evangeli111 i promou les benaurances evangèliques com l’esperit que impregna el decàleg, les arrelarà en les virtuts humanes, presents en el cor de l’home.112
— En la catequesi litúrgica haurà de ser constant la referència a les grans experiències humanes, significades amb els signes i els símbols de l’acció litúrgica a partir de la cultura jueva i cristiana.113

Principi metodològic per a la presentació del missatge 114

118. Les normes i els criteris assenyalats en aquest capítol —i «que pertanyen a l’exposició del contingut de la catequesi— han d’aplicar-se a les diverses formes de catequesis: és a dir, en la catequesi bíblica i litúrgica, en el resum doctrinal, en la interpretació de les situacions de l’existència humana, etc.»115
— D’aquests criteris i normes, tanmateix, no es pot deduir l’ordre que cal guardar en l’exposició del contingut. «És possible que en la situació actual de la catequesi, raons de mètode o de pedagogia aconsellin d’organitzar la comunicació de les riqueses del contingut de la catequesi més d’una manera que d’una altra».116 Es pot partir de Déu per arribar a Crist, i viceversa. Igualment, es pot partir de l’home per arribar a Déu, i al contrari. L’adopció d’un ordre determinat en la presentació del missatge ha de condicionar-se a les circumstàncies i a la situació de la fe del qui rep la catequesi.
Cal escollir l’itinerari pedagògic més adaptat a les circumstàncies que travessa la comunitat eclesial o els destinataris concrets als quals s’adreça la catequesi. D’aquí ve la necessitat d’investigar acuradament i de trobar els camins i les maneres que responguin millor a les diverses situacions.
Correspon als Bisbes de donar normes més precises en aquesta matèria i aplicar-les mitjançant Directoris catequètics, Catecismes per a diferents edats i situacions culturals, i amb altres mitjans que semblin oportuns. 117

Notes

1. CT 27.
2. DV 10a i b; cf. 1Tm ,20; 2Tm 1,14.
3. Cf. Mt 13,52
4. DV 13.
5. Ibídem.
6. DV 10.
7. Com es veu, s’empren ambdues expressions: la font i les «fonts» de la catequesi. Es parla de «la» font de la catequesi per subratllar la unicitat de la Paraula de Déu, recordant la concepció de la Revelació en Dei Verbum. S’ha seguit CT 27, que parla també de la font de la catequesi. Però s’ha mantingut l’expressióles fonts, seguint l’ús catequètic corrent de l’expressió, per indicar els llocs concrets d’on la catequesi extreu el missatge; cf. DCG (1971) 45.
8. Cf. DCG (1971) 45b.
9. DV 9.
10. Ibídem.
11. DV 10b.
12. DV 10c.
13. Cf. MPD 9.
14. Cf. CCE 426-429; CT 5-6; DCG (1971) 40.
15. CT 5.
16. DCG (1971 41a. 39. 40. 44.
17. GS 10.
18. CT 6.
19. Cf. 1Co 15,1-4; EN 16 e. f.
20. CT 11b.
21. CCE 139.
22. Cf. Jn 14,6.
23. L’expressió «Un de la Trinitat» fou usada pel V Concili ecumènic a Constantinoble (a. 553): cf. Constantinopolità II, Sessió VIII, càn. 4: DS 424. Ha estat recordada a CCE 468.
24. CCE 234; cf. CCE 2157.
25. DCG (1971) 41; cf. Ef 2,18.
26. Cf. DCG (1971) 41.
27. Cf. CCE 258. 236 i 259.
28. Cf. CCE 236.
29. CCE 450.
30. Cf. CCE 1702.1878. Sollicitudo rei socialis (n. 40) utilitza l’expressió «model d’unitat», quan es refereix a aquest tema. El Catecisme de l’Església Catòlica (n. 2845) parla de la comunió de la Santíssima Trinitat com «la font i el criteri de veritat en tota relació».
31. LG 4b, que cita textualment sant Cebrià, De dominica oratione 23: CCL 3A2, 105.
32. Cf. EN 11-14; RM 12-20; CCE 541-556.
33. La litúrgia de l’Església ho expressa així en la Vetlla pasqual: «...feu que els vostres redimits comprenguin que la creació del món, al començament del temps, no fou pas més excel·lent que la immolació de Crist, la nostra Pasqua, a la plenitud del temps» (Missal Romà, Vetlla Pasqual, oració després de la primera lectura).
34. EN 9.
35. CT 25.
36. EN 26.
37. Aquest do salvífic confereix «la justificació per la gràcia de la fe i dels sagraments de l’Església. Aquesta gràcia allibera del pecat i introdueix a la comunió amb Déu» (LC 52)
38. EN 27.
39. Cf. LG 3 i 5.
40. Cf. RM 16.
41. GS 39.
42. LG 5.
43. RM 20.
44. EN 28.
45. Cf. EN 30-35.
46. EN 30.
47. CA 57; cf. CCE 2444.
48. EN 30.
49. EN 32; cf. SRS 41 i RM 58.
50. EN 32.
51. EN 33; cf. LC: Aquesta Instrucció constitueix una referència obligada per a la catequesi.
52. LC 71.
53. CA 57; LC 68; cf. SRS 42; CCE 2443–2449.
54. LC 68.
55. SRS 41; cf. LC 77. Per la seva banda, el Sínode de 1971 va abordar un tema d’importància fonamental per en la catequesi: «L’educació per a la justícia»: cf.DOCUMENTS DEL SÍNODE DELS BISBES, II: De Iustitia in mundo, III: l.c. 835-937.
56. OIChA 75; cf. CCE 1253.
57. Cf. CCE 172–175, on, inspirant-se en sant Ireneu de Lió, s’analitza tota la riquesa implicada en la realitat de l’expressió «una sola fe».
58. CCE 815: «La unitat de l’Església pelegrina està assegurada per vincles visibles de comunió: la professió d’una mateixa fe rebuda dels Apòstols; la celebració comuna del culte diví, sobretot dels sagraments; la successió apostòlica pel sagrament de l’orde, que conserva la concòrdia fraterna de la família de Déu».
59. EN 61, recollint els testimonis de sant Gregori el Gran i de la Didaché.
60. CCE 1076.
61. DCG (1971) 44.
62. Quan fonamentaven el contingut de la catequesi en la narració dels esdeveniments salvadors, els Sants Pares volien arrelar el cristianisme en el temps, i mostraven que aquest era història salvífica i no simple filosofia religiosa; i que Crist era el centre de la història.
63. CCE 54–64. En aquests textos del Catecisme de l’Església Catòlica, que són referència fonamental per a la catequesi bíblica, s’indiquen les etapes més importants de la Revelació, en les quals és clau el tema de l’Aliança. Cf. CCE 1081 i 1093.
64. Cf. DV 4.
65. DCG (1971) 11.
66. CCE 1095; CCE 1075. 1116. 129–130. 1093–1094.
67. CCE 1095. El Catecisme de l’Església Catòlica, en el n. 1075, indica el caràcter inductiu d’aquesta «catequesi mistagògica», ja que procedeix del que és visible al que és invisible, del signe al significat, dels «sagraments» als «misteris».
68. DV 2.
69. DCG (1971) 72; cf. CCE 39–43.
70. Cf. Quarta Part, cap. 5.
71. AG 10; cf. AG 22a.
72. CT 53; cf. EN 20.
73. El terme «inculturació» ha estat assumit per diversos documents del Magisteri:cf. CT 53 i Rm 52–54. El concepte de «cultura», tant en el seu sentit més general, com en el seu sentit «sociològic i etnològic», ha estat aclarit a GS 53; cf. ChL 44a.
74. AG 22a; cf. LG 13 i 17; GS 53–62; DCG (1971) 37.
75. Cf. RM 52b, que parla del «llarg temps» que necessita la inculturació.
76. EN 20; cf. EN 63; RM 52.
77. LG 13 utilitza l’expressió «afavoreix i assumeix (fovet et assumit)».
78. LG 17 s’expressa així: «guarir, elevar i perfeccionar (sanare, elevare et consummare) ».
79. EN 19 afirma: «aconseguir i transformar».
80. RM 54a.
81. RM 54b.
82. Cf. GCM 12.
83. Cf. CCE 24.
84. CT 30.
85. Ibídem.
86. DCG (1971) 38a.
87. Cf. DCG (1971) 38b.
88. Cf. Mt 11,30.
89. EN 63, que utilitza les expressions «transferre» i «translatio»; cf. RM 53b.
90. EN 63c; cf. CT 53c i 31.
91. SÍNODE 1985, II, D, 3; cf. EN 65.
92. CT 31, que també tracta de la integritat del missatge; cf. DCG (1971) 39 i 43.
93. CCE 234.
94. UR 11.
95. DCG (1971) 43.
96. DCG (1971) 41.
97. Sobre el Símbol de la fe, sant Ciril de Jerusalem diu: «Aquesta síntesi de la fe no ha estat feta segons les opinions humanes, sinó que s’ha recollit de tota l’Escriptura allò que hi ha de més important per donar amb tota integritat l’únic ensenyament de la fe» (Catecheses illuminandorum 5,12: PG 33, 521). El text ha estat recollit a CCE 18; cf. CCE 194.
98. CCE 1211.
99. Ibídem.
100. Sant Agustí presenta el Sermó de la Muntanya com «la carta perfecta de la vida cristiana... que conté tots els preceptes que calen per guiar-la» (De sermone Domini in monte 1,1; CCL 35, 1; cf. EN 8.
101. El Parenostre és, certament, «el resum de tot l’Evangeli» (Tertul·lià, De oratione, 1: CSEL, 20, 181). «Resseguiu totes les oracions que hi ha a la Sagrada Escriptura, i no crec que hi trobeu res que no estigui inclòs en l’oració del Senyor» S. Agustí, Epistula 130, c.12: PL 33, 502); cf. CCE 2761.
102. GS 22a.
103. Cf. Ibídem.
104. CT 22c; cf. EN 29.
105. GS 22b.
106. CCE 521; cf. CCE 519–521.
107. Cf. CT 20b.
108. Cf. Rm 6,4.
109. DCG (1971) 74; cf. CT 29.
110. Cf. AG 8a.
111. Cf. Fl 1,27.
112. Cf. CCE 1697.
113. Cf. CCE 1145–1152.
114. Cf. Tercera part, cap. 2.
115. DCG (1971) 46.
116. CT 31.
117. Cf. CIC 775, 1–3.

dilluns, 7 de desembre del 2009

Carta abierta al cardenal Joseph Ratzinger


José María González Ruiz

(Publicada en la revista Misión Abierta, nº 2, 1987)

Señor Cardenal:

Su reciente intervención en el tema de la Teología de la liberación, sobre todo a través del "Informe sobre la fe", ha producido no poca perplejidad y confusión en una no despreciable mayoría de católicos en todo el mundo. Sin embargo, a través de esta carta abierta quisiera, en primer lugar, agradecerle profundamente algo suyo y a continuación plantearle algunas preguntas con el fin de superar o amainar aquella perplejidad.

El agradecimiento va por la reciente lectura que he hecho de su fascinante libro El nuevo pueblo de Dios, que en su original alemán vio la luz en 1969 y al español se tradujo en 1972 (Editorial Herder, Barcelona). Las citas del libro las haré según esta versión española que está a mi alcance.

Para que los lectores de esta carta sepan a qué atenerse procuraré hacer un resumen de lo que yo pienso es más esencial en su libro, para también hacerle después las preguntas pertinentes. Para eso me voy a permitir distribuir la materia en varios apartados.

I. SÍNTESIS DE LAS PROPOSICIONES

1. La Iglesia

A) Oficios laicales:

El profesor Ratzinger nos dice que el "oficio" cristiano no es una herencia del sacerdocio de la antigua ley, sino una derivación de Cristo mismo:

"Cristo no fue sacerdote, sino laico. Considerado desde el punto de vista del israelita, jurídicamente no poseía ningún "oficio". Y, sin embargo, Cristo no se entendió a sí mismo como intérprete de deseos y esperanzas humanos, algo así como voz del pueblo, como su mandatario secreto o público, ni comprendió su misión desde abajo, como si dijéramos en sentido democrático. Más bien se presentó a los hombres bajo el "menester" o necesidad de un mandato divino claramente perfilado, con autoridad y misión de arriba, como aquél a quien el Padre había enviado" (p. 123).

B) Autonomía versus centralismo

Aunque bajo otros apartados este tema va a recurrir, baste por ahora citar este párrafo significativo:

"Mientras en Oriente se afianzaba cada vez más la autonomía de las comunidades particulares -el elemento vertical- y se relegaba a segundo término la conexión horizontal de las iglesias particulares dentro del conjunto de la colegialidad, en Occidente se desarrolló con tan fuerte predominio la "monarquía" papal, que quedó casi completamente olvidada la autonomía de las iglesias particulares, que fueron absorbidas, por así decirlo, en la iglesia romana (por obra principalmente de la liturgia uniforme de Roma)" (p. 133).

C) Infalibilidad

El profesor Ratzinger describe lúcidamente la infalibilidad, no sólo como el privilegio de una sola persona dotada de un determinado ministerio de la presidencia, sino como la consecuencia de la esencia misma de la iglesia como "convocatoria" -"ekklesía"- del propio Cristo:

"Así, pues, la infalibilidad es por de pronto propia de toda la Iglesia. Hay algo así como una infalibilidad de la fe en la Iglesia universal, en virtud de la cual esta Iglesia no puede caer nunca totalmente en el error. Esta es la participación de los laicos en la infalibilidad: que a esta participación le convenga, a veces, una significación sumamente activa, se demostró en la crisis arriana, en que temporalmente la jerarquía entera parecía haber caído en las tendencias arrianizantes de mediación, y sólo la infalible actitud de los fieles aseguró la victoria de la fe nicena…, porque la fe no es privilegio de los jerarcas, sino de toda la esposa de Cristo, y la Iglesia entera es la presencia viva de la palabra divina y, por tanto, no puede nunca descarriarse como iglesia universal… Por eso, en última instancia, no hay laicos en la Iglesia que sean únicamente receptores de la Palabra y no portadores activos de la misma: como, a la inversa, los predicadores activos de la Palabra siguen siendo siempre en lo más hondo receptores de la misma y sólo aprendiendo y recibiendo pueden también enseñar" (pp.168 s.).

En estas últimas afirmaciones descubrimos uno de los pilares más fundamentales de la Teología de la liberación: el pueblo cristiano no es solamente objeto, sino sujeto de la evangelización.

D) Constantinismo

El profesor Ratzinger no se limita solamente al constantinismo antiguo y medieval, sino que descubre la desviación más próxima a nuestro presente:

"Nos referimos al estrangulamiento de lo cristiano que tuvo su expresión en el siglo XIX y comienzos del XX en los Syllabi de Pío IX y de Pío X, de los que dijo Harnack, exagerando, desde luego, pero no sin parte de razón, que con ellos condenaba la Iglesia la cultura y ciencias modernas, cerrándoles la puerta; y así, añadimos nosotros, se quitó a sí misma la posibilidad de vivir lo cristiano como actual, por estar excesivamente apegada al pasado" (pp. 404-405).

El profesor Ratzinger ve modernamente un peligro de neoconstantinismo en una especie de "fariseísmo" y "qumranismo":

"¿Quién podría poner en duda que también hoy se da en la Iglesia el peligro del fariseísmo y del qumranismo? ¿No ha intentado efectivamente la Iglesia, en el movimiento que se hizo particularmente claro desde Pío IX, salirse del mundo para construirse su propio mundillo aparte, quitándose así en gran parte la posibilidad de ser sal de la tierra y luz del mundo? El amurallamiento del propio mundillo, que ya ha durado bastante, no puede salvar a la Iglesia, ni conviene a una Iglesia cuyo Señor murió fuera de las puertas de la ciudad como recalca la carta a los Hebreos, para añadir: "Salgamos, pues, hacia él delante del campamento y llevemos con él su ignominia" (Hb 13, 12 s). "Afuera", delante de las puertas custodiadas de la ciudad y del santuario, está el lugar de la Iglesia que quiera seguir al Señor crucificado. No puede caber duda de lo que, partiendo de aquí, podrá decirse de los bien intencionados esfuerzos de quienes tratan de salvar a la Iglesia salvando la mayor parte posible de tradiciones; de quienes a cada devoción que desaparece, a cada proposición de boca papal que se pone en tela de juicio barruntan la destrucción de la Iglesia y no se preguntan ya si lo así defendido puede resistir ante las exigencias de verdad y de veracidad. En lugar de hacerse esta pregunta nos gritan: ¡No demoláis lo que está construido; no destruyáis lo que tenemos; defended lo que se nos ha dado!... ¿Es que no se enfrentan, en cierto grado, también entre nosotros, el relativismo de una ciencia de las religiones que corresponde a la inteligencia, pero deja vacíos los corazones, y el estrecho ghetto de una ortodoxia, que a menudo no sospecha lo ineficaz que es entre los hombres y que, en todo caso, se hace a sí misma tanto más ineficaz cuanto con mayor obsesión defiende su propia causa? Es evidente que así no puede realizarse la renovación de la Iglesia. El intento falló ya en el celoso Pablo IV, que quiso anular el Concilio de Trento y renovar la Iglesia con el fanatismo de un zelota" (pp. 307-310).

2. Colegialidad

Con respecto a la colegialidad de los obispos el profesor Ratzinger hacía observaciones muy pertinentes y extremadamente valientes. Veamos las más importantes:

"Esta comunión entre sí, con que se contempla la esencia del episcopado y es, por ende, elemento constitutivo para estar con pleno derecho en el colegio episcopal, tiene como punto de referencia no sólo al obispo de Roma, sino también a los que son obispos como él: la cabeza y los restantes miembros del colegio. Nunca es posible mantener una comunión sólo con el papa, sino que tener comunión con él significa necesariamente ser "católico", es decir, estar igualmente en comunión con todos los otros obispos que pertenecen a la Iglesia católica… Resulta claro e inequívoco que el colegio episcopal no es una mera creación del papa, sino que brota de un hecho sacramental y representa así un dato previo indestructible de la estructura eclesiástica, que emerge de la esencia misma de la Iglesia instituida por el Señor" (p. 198).

La colegialidad, pues, está en una estrecha posición dialéctica con el ministerio petrino:

"Pedro está dentro, no fuera, de este primer colegio…Los "poderes extraordinarios" de los Apóstoles, es decir, la ordenación ilimitada de cada uno de ellos a la Iglesia universal (sin limitación a un obispado determinado), dependen de la unicidad del apostolado que como tal no se transmite. Los obispos son obispos, y no apóstoles; el sucesor es algo distinto de aquél de quien se toma la sucesión. Esta misma irrepetibilidad vale, sin embargo, teóricamente también para la relación Pedro-papa. Tampoco el papa es apóstol, sino obispo; tampoco el papa es Pedro, sino para precisamente, que no está en el orden de origen, sino en el orden de sucesión… El papa sucede al apóstol Pedro y recibe así el oficio de Pedro de servir a la Iglesia universal; el obispo, en cambio, no sucede a un apóstol particular, sino, con el colegio de obispos y por él, al colegio de los Apóstoles… El papa no es que, además de tener una misión de cara a la Iglesia universal, sea también por desgracia obispo de una comunidad particular, sino que sólo por ser obispo de una iglesia puede ser precisamente "episcopus episcoporum", de forma que todas las iglesias han de orientarse por la sola iglesia de Roma… El pensamiento colectivo de que el colegio episcopal entero como tal es sucesor del colegio de los Apóstoles, en vano se buscará por lo menos en los primeros cuatrocientos años" (pp. 203-207).

3. El testimonio del cristiano

Frente a estas realidades eclesiológicas el prof. Ratzinger se plantea estos serios interrogantes: ¿cuál será la actitud del cristiano ante la Iglesia que vive históricamente: de crítica (por amor a la pureza de la Iglesia), de obediencia callada (por razón de su misión divina) o cuál otra? He aquí su respuesta:

"No es azar que los grandes santos no sólo tuvieron que luchar con el mundo, sino también con la Iglesia, con la tentación de la Iglesia a hacerse mundo, y bajo la Iglesia y en la Iglesia tuvieron que sufrir; un Francisco de Asís, un Ignacio de Loyola, que, en su tercera prisión durante veintidós días en Salamanca, aherrojado entre cadenas con su compañero Calixto, permaneció en la cárcel de la Inquisición, y todavía le quedaba alegría y fe confiada para decir: "No hay en toda Salamanca tantos grillos y esposas, que yo no pida más aún por amor de Dios". No cedió un ápice de su misión, ni tampoco de su obediencia a la Iglesia… Sin embargo, la verdadera obediencia no es la obediencia de los aduladores (los que son calificados por los auténticos profetas del AT de "profetas embusteros"), que evitan todo choque y ponen su intangible comodidad por encima de todas las cosas… Lo que necesita la Iglesia de hoy (y de todos los tiempos) no son panegiristas de lo existente, sino hombres en quienes la humildad y la obediencia no sean menores que la pasión por la verdad; hombres que den testimonio a despecho de todo desconocimiento y ataque; hombres, en una palabra, que amen a la Iglesia más que a la comodidad e intangibilidad de su propio destino" (pp. 290-295).

4. Nueva teología

El profesor de teología, que era entonces Joseph Ratzinger, se presentaba con mucha lucidez a la hora de definir la esencia y los límites de lo que debe ser una teología correcta tras el Concilio Vaticano II. En primer lugar critica ásperamente la que él llama "teología de encíclicas":

"Teología de encíclicas significa una forma de teología en que la tradición parecía lentamente estrecharse a las últimas manifestaciones del magisterio papal. En muchas manifestaciones teológicas, antes del Concilio y todavía durante el Concilio mismo, podía percibirse el empeño de reducir la teología a ser registro y -tal vez también- sistematización de las manifestaciones del magisterio."

Pero este reduccionismo le parece a Ratzinger gravemente mutilador:

"El Concilio manifestó e impuso también su voluntad de cultivar de nuevo la teología desde la totalidad de las fuentes, de no mirar estas fuentes únicamente en el espejo de la interpretación oficial de los últimos cien años, sino de leerlas y entenderlas en sí mismas; manifestó su voluntad no sólo de escuchar la tradición dentro de la Iglesia católica, sino de pensar y recoger críticamente el desarrollo teológico en las restantes iglesias y confesiones cristianas; dio finalmente el mandato de escuchar los interrogantes del hombre de hoy como tales y, partiendo de ellos, repensar la teología y, por encima de todo esto, escuchar la realidad, "la cosa misma", y aceptar sus lecciones."

Además, la urgencia de este método teológico omnicomprensivo es tan grande, que "una teología magisterial que naciera del miedo al riesgo de la verdad histórica o al riesgo de la realidad misma, sería cabalmente una teología apocada, una teología de poca fe desde su punto de partida y, en último término, una evasión ante la grandeza de la verdad. Sería una teología conservadora en el mal sentido de la palabra, preocupada sólo del hecho de conservar y no de la realidad" (pp. 318-320).

Finalmente, la nueva teología se reconcilia con el mundo, cuya autonomía reconoce plenamente, siguiendo el discurso de apertura del Concilio de Juan XXIII:

"Hasta entonces era costumbre mirar la Edad Media como el tiempo ideal cristiano, cuya plena equivalencia entre Iglesia y mundo se consideraba como la meta última de las aspiraciones; la Edad Moderna, en cambio, se concebía como la gran apostasía, comparable con la historia del hijo pródigo, que toma su herencia y sale de la casa paterna, para luego -con la asegunda guerra mundial- sentir hambre de las bellotas de los cerdos; en tales comparaciones resonaba también la esperanza del pronto retorno a la casa paterna… El conjunto, empero, conduce en el papa del Concilio a una teología de la esperanza, que casi parece lindar con un optimismo ingenuo" (p. 350).

5. Primado

Sobre el primado papal el profesor Ratzinger nos ofrece una perspectiva profunda y alentadora. Vamos a extraer los pensamientos esenciales de su estructuración teológica.

A) Origen histórico del "centralismo" pontificio

El profesor Ratzinger estudia a fondo el nacimiento del que él llama "primado en el sentido del centralismo estatal moderno". El origen se halla en las órdenes mendicantes que se desligan de la obediencia al obispo local y se vinculan directamente al papa:

"Ello significa que ahora, de golpe, en todo el mundo cristiano se movía una tropa de sacerdotes que estaban inmediatamente sometidos al papa sin el eslabón inmediato de un prelado local. Es evidente que este proceso cobraba importancia muy por encima del plano de la vida religiosa. El proceso significa, en efecto, que el centralismo realizado por de pronto como una novedad dentro de las órdenes religiosas iba a trasladarse igualmente a la iglesia universal, que ahora, y sólo ahora, se concebía en el sentido de un Estado central moderno. Con ello acontece ahora al primado algo que hoy día nos parece caerse de su peso, pero que en modo alguno se sigue necesariamente de su esencia; y es que ahora, y sólo ahora, se entiende el primado en el sentido del centralismo estatal moderno" (p. 65).

B) Rechazo del centralismo papal

Como era de suponer, esta novedad, tras una estructura milenaria más o menos federal, de la Iglesia, encontró enseguida sus contradictores. El principal de ellos fue Guillermo de Saint-Amour. Este autor acudía al principio fundamental de la "jerarquía" según el Seudo-Dionisio:

"Según este principio, a ninguna jerarquía se le podía permitir intervenir en el orden total jerárquico, sino que cada una podía influir únicamente sobre la jerarquía que estaba inmediatamente debajo de ella. Este principio tenía que resultar en su aplicación como esencialmente antipapal. Exigía, por así decirlo, la observación del principio de subsidiaridad en la Iglesia y vedaba, por tanto, que el papa se saltara la autoridad episcopal, como sucedía efectivamente en el caso de las licencias de predicar y confesar concedidas a los frailes mendicantes organizados en sistema centralista… Ya en el tratado De periculis novissimorum temporum recalca Guillermo con énfasis la falibilidad teórica del papa, que él demuestra por el Decretum Gratiani y por el Liber extra… Si en el tractatus brevis la tesis de la falibilidad del papa todavía se movió entre generalidades, luego indicó que el papa también puede caer en la herejía y que, en tal caso, debe negársele la obediencia. Tal habría acontecido efectivamente en tiempo de San Hilario" (pp. 66-68).

C) Papalismo de San Buenaventura

El profesor Ratzinger hace un sustancioso estudio sobre el pensamiento de San Buenaventura con respecto al primado papal. El santo franciscano se agarraba al AT, donde había un sumo sacerdote, para deducir de ahí, por vía de minori ad majus, que en el NT también lo tiene que haber y que, en concreto, es el papa:

"En este punto resulta a la vez evidente la debilidad y hasta el peligro del pensamiento jerárquico de Buenaventura, inicialmente tan luminoso. Porque ¿pueden trasladarse realmente todos los datos del AT sin más al Nuevo con un "cuánto más" eminentiore modo? ¿O no habrá más bien que borrar muchas cosas via negationis? Cabe preguntar, sobre todo, si pareja argumentación, precisamente respecto de la dignidad sumosacerdotal, no está directamente vedada por la carta a los Hebreos. Porque según las claras palabras de este texto, el equivalente neotestamentario del sumo sacerdote de la antigua alianza no está representado por sacerdote alguno puramente humano, sino por el sumo sacerdote Cristo, definitivo y en verdad único" (Heb 4,14; 10,18).

El profesor Ratzinger hace una sustanciosa valoración teológica de este "papalismo" de San Buenaventura:

"a) El intento de interpretar la realidad del primado por el concepto de reducción debe calificarse de desafortunado y peligroso. Amenaza con colocar al papa en un puesto que en verdad sólo corresponde a Cristo. Así, este intento no puede justificarse, aunque puede comprenderse por el impulso total del sistema".

b) "La designación del papa como summus hierarca que de pronto puede parecer brillante, es también peligrosa dentro de una estricta inteligencia del concepto de jerarquía desde el sistema dionisíaco".

c) "El papa no es vicarius Christi en el sentido de que esté ahora en lugar del Cristo histórico que vivió sobre la tierra, sino, más bien, de suerte que representa exteriormente al Señor que vive y reina ahora, y actualiza su presencia" pp.74-79).

6. Primado y episcopado

El profesor Ratzinger estudia la evolución del primado dentro de su ambiente natural, que es, sin duda, el episcopado. Para ello empieza por rastrear el origen de la misma expresión:

"La palabra primatus (proteía) aparece, en cuanto se me alcanza, en el canon seis del Concilio de Nicea, donde curiosamente está en plural y no describe sólo la función de Roma, sino al mismo tiempo la de Alejandría y Antioquía, no expresando, por tanto, un problema referido exclusivamente a la sede romana" (pp. 138-146).

En la evolución de las relaciones primado-episcopado después de Nicea el profesor Ratzinger destaca la intervención que, en el siglo XII, tuvo el obispo Nicetas de Nicomedia en sus diálogos con Anselmo de Havelberg. Ratzinger califica de "grandiosa" esta intervención del obispo oriental, que copia literalmente:

"Roma, sede eminentísima del imperio, obtuvo la primacía, de suerte que se llamó primera sede y a ella apelaron todas las demás en las disciplinas eclesiásticas, y lo que no se comprende en reglas fijas quedó sometido a su juicio. Sin embargo, el romano pontífice no se llamó príncipe de los obispos ni sumo sacerdote ni cosa por el estilo, sino sólo obispo de la primera sede. Pero la iglesia romana, a la que nosotros no negamos ciertamente la primacía entre hermanos, se ha separado de nosotros por su sublimidad, al asumir la monarquía (lo que no era su oficio) y, dividido el imperio, ha dividido también a los obispos de Oriente y Occidente. Nosotros no discordamos en la misma fe católica de la iglesia romana; sin embargo, como quiera que en estos tiempos no celebramos concilios con ellas ¿cómo vamos a aceptar sus decretos que se dan sin nuestro consejo y hasta sin nuestro conocimiento? Porque si el romano pontífice, sentado en el alto trono de su gloria, quiere tronar contra nosotros y desde su alto puesto dispararnos, por así decirlo, sus decretos y juzga no por nuestro consejo, sino por su beneplácito y propio arbitrio, de nosotros y de nuestras iglesias y hasta impera sobre ellas ¿qué fraternidad y hasta qué paternidad puede ser ésa? En tal caso podríamos llamarnos y ser verdaderos esclavos y no hijos de la Iglesia… Sólo él deberá ser obispo, sólo maestro, sólo preceptor, sólo él deberá responder, como único buen pastor, ante Dios de todo lo que se le ha confiado. Mas si quisiere tener cooperadores en la viña del Señor, manteniendo desde luego su primado en su exaltación, gloríese de su bajeza y no desprecie a sus hermanos, a los que la verdad de Cristo engendró no para la servidumbre, sino para la libertad en el seno de la madre Iglesia".

Comparando los orígenes primitivos de los patriarcados con el más reciente del cardenalato, el antiguo profesor de Tubinga escribe:

"El patriarcado es una institución de la Iglesia universal que designa a los obispos de las iglesias principales, llamados originalmente "primados" y que, consiguientemente, afectaba a la manera con que se reguló la unidad de la Iglesia n las grandes extensiones eclesiásticas y la unión entre ellas. Ahora aparece a ojos vista el cardenalato como un oficio de la Iglesia universal… Desde el siglo XIII el cardenal está por encima del patriarca, de suerte que éste sube de honor cuando se le hace cardenal… Finalmente surge la idea de que los cardenales son los verdaderos sucesores de los Apóstoles, porque éstos habrían sido cardenales antes de haber sido hechos obispos" (pp. 148-154).

En una palabra, en todo este problema de las relaciones entre primado papal y episcopado, "a lo que debe más bien aspirarse es a la pluralidad en la unidad y a la unidad en la pluralidad. En este sentido, la conjunción de las posibilidades del principio colegial (consejo episcopal, conferencia episcopal, etc.) con las del primado y su intercambio constante debieran, sobre todo, ser capaces de posibilitar la recta respuesta a las exigencias actuales. El primado necesita del episcopado, pero también el episcopado del primado; y uno y otro deberían enjuiciarse cada vez menos como rivales y cada vez más como complementarios" (pp. 159-163)

7. Primado y Concilio

En las relaciones entre primado y concilio el profesor Ratzinger hace unas sabrosas observaciones que vamos a resumir. En primer lugar, el oficio eclesiástico es "colegial" por institución:

"No se confiere al individuo como individuo, sino con miras a la comunidad; sólo puede poseerse comunitariamente, como inserción en un collegium. Por eso, el concilio no es, por esencia, otra cosa que la realización de la colegialidad".

De esta consideración se sigue que el servicio de los obispos representa el magisterio normal ordinario de la Iglesia:

"Este magisterio no es ciertamente (a Dios gracias) infalible en todas sus manifestaciones particulares; quiere, efectivamente, traducir la palabra a la vida y presentarla de un modo concreto a los hombres… La infalibilidad normal de la Iglesia tiene forma colegial; lo otro es "extraordinario". Por eso "la infalibilidad del papa no existe per se, sino que ocupa un lugar perfectamente determinado y limitado y, en modo alguno, exclusivo, dentro del marco de la presencia perenne de la palabra divina en el mundo".

Pero la cuestión, dice Ratzinger, es saber en qué relación están estos dos datos: concilio infalible y papa infalible.

"El llamado papalismo o curialismo desde la aparición de la órdenes mendicantes en la alta Edad Media, se mostró pujante y ganó posteriormente nueva importancia en la época de la restauración. El papalismo declara, a la inversa, que los obispos son únicamente de derecho papal, órganos ejecutivos del papa, de quien en exclusiva reciben su jurisdicción y junto al cual no representarían, por tanto, ningún orden especial en la Iglesia. El Concilio Vaticano I declaró heréticos ambos puntos de vista".

Y concluye el profesor Ratzinger:

"Según esto, el primado del papa no puede entenderse de acuerdo con el modelo de una monarquía absoluta, como si el obispo de Roma fuera el monarca, sin limitaciones, de un organismo estatal sobrenatural, llamado "Iglesia" y de constitución centralista… El primado supone la communio ecclesiarum y debe entenderse, desde luego, partiendo únicamente de ella" (pp. 23-51).

8. El papa "roca" y "escándalo"

Finalmente el profesor Ratzinger destaca valientemente las dos facetas que indisoluble y dialécticamente constituyen la figura del ministerio petrino: "roca" y "escándalo":

"Es la figura de Pedro, a quien en Mt 16,19 se le promete el mismo poder que en Mt 18,18 transmite el Señor a toda la comunidad de los Apóstoles… Prescindiendo por completo del problema de la localización histórica de la promesa del primado, podemos afirmar independientemente que, para el pensamiento bíblico, la simultaneidad de "roca" y "Satanás" (y "skándalon" = piedra de tropiezo) no tiene de suyo nada de imposible. Al contrario, para ese pensamiento que sabe de la necedad de Dios, de la victoria de la fuerza de Dios por la catástrofe de la cruz, semejante paradoja es típicamente cristiana".

El antiguo profesor de Tubinga descubre, a lo largo de la historia del papado, la supervivencia de esta doble faceta dialéctica:

"¿Y no ha sido fenómeno constante a través de la historia de la Iglesia que el papa, el sucesor de Pedro, haya sido a la par "petra" y "skándalon", roca de Dios y piedra de tropiezo? De hecho, importará al creyente aguantar esta paradoja del obrar divino, que confunde siempre su soberbia, esta tensión entre roca y Satanás, en que se compenetran de manera inquietante los contrastes más extremos. Lutero conoció con opresora claridad el factor "Satanás" y no dejaba de tener alguna razón en ello; pero su pecado estuvo en no aguantar la tensión bíblica entre "Cefas" ("petra") y Satanás, que pertenece a la tensión fundamental de una fe que no vive del merecimiento, sino de la gracia".

Finalmente el teólogo alemán advierte contra el peligro de distinguir entre "institución" y "hombres de la institución":

"No pueden separarse sencillamente la "Iglesia" y "los hombres de la Iglesia"; la abstracta pureza sin mácula de la Iglesia que de este modo destilaría, no tiene sentido alguno real histórico. La Iglesia vive por medio de los hombres en el tiempo y en el mundo presente y, a pesar del misterio divino que lleva dentro de sí, vive de manera verdaderamente humana. Hasta la institución como institución conlleva la carga de lo humano; también la institución conlleva la inquietante arbitrariedad de lo humano para poder ser piedra de tropiezo" (pp. 285-288).

II. PREGUNTAS

Una vez que he intentado resumir lo más sabroso de su libro, me permito ahora, Sr. Cardenal, hacerle unas preguntas, con toda humildad y respeto, para que su respuesta disipe la no pequeña perplejidad en que su aparentemente doble postura nos tiene sumidos.

1. ¿Hasta qué punto la actual estructura de la Iglesia católica romana permite que en su seno se lleve a cabo aquella "infalibilidad de los laicos" que, según Vd. mismo insinúa muy acertadamente, en el Concilio de Nicea salvó la ortodoxia frente a las vacilaciones de una jerarquía fuertemente influida por el arrianismo? (p. 168 s.). ¿No hemos descubierto, más bien, un profundo recelo ante la afirmación de la Teología de la liberación, según la cual los pobres no son sólo objetos, sino sujetos de la evangelización?

2. ¿Qué hace hoy la cúspide de la Iglesia católica romana, sobre todo la Curia, por despojarse de aquellas "insignias de los funcionarios romanos que no tuvieron inconveniente en colgarse"? ¿Cuál es la actitud de la actual Curia romana para impedir que no surjan de nuevo otros "Syllabi", como "los de Pío IX y Pío X, de los que dijo Harnack, exagerando desde luego, pero no sin parte de razón, que con ellos condenaba la Iglesia la cultura y ciencias modernas, cerrándoles la puerta", con lo cual -Vd. mismo añade- "se quitó a sí misma la posibilidad de vivir lo cristiano como actual, por estar excesivamente apegada al pasado? (pp. 404-405).

3. ¿No cree que hoy se da de nuevo el peligro de "fariseísmo" y "qumranismo", por Vd. tan valientemente denunciados, y que estamos a punto de caer el "el estrecho ghetto de una ortodoxia que a menudo no sospecha lo ineficaz que es entre los hombres y que, en todo caso, se hace a sí misma tanto más ineficaz cuanto con mayor obsesión defiende su propia causa"? ¿Es que hoy no podría también repetirse el c aso del "celoso Pablo IV, que quiso anular el Concilio de Trento y renovar la Iglesia con el fanatismo de un zelota" (pp. 307-310)?

4. ¿Sigue Vd. creyendo que, después del Concilio Vaticano II, "el intento de conservar una posición de mayoría, supuesta o real, ha fracasado"? ¿Sigue pensando todavía que "el Concilio marca la transición de una actitud conservadora a una actitud misional" y que "la oposición conciliar al conservadurismo no se llama progresismo, sino espíritu misional" (pp. 332 s.)? ¿O más bien, desde sus altos cargos jerárquicos se ha visto obligado a dar marcha atrás en este optimismo conciliar de primera hora?

5. Supongo, Sr. Cardenal, que no habrá cambiado nada en esta afirmación suya: "El colegio episcopal no es una mera creación del papa, sino que brota de un hecho sacramental y representa así un dato previo indestructible de la estructura eclesiástica, que emerge de la esencia misma de la Iglesia instituida por el Señor" (p. 198). Pero ¿sigue Vd. manteniendo, con todas sus consecuencias, la afirmación de que "Pedro está dentro, no fuera de este primer colegio"? (pp. 203-207). ¿No encuentra todavía excesiva la distancia real que existe entre el papa y los obispos?

6. Ahora que ya no ejerce de teólogo, sino de juez de los teólogos, ¿sigue creyendo que en nuestra Iglesia existen hoy profetas "que no sólo deben luchar con el mundo, sino también con la Iglesia, con la tentación de la Iglesia a hacerse mundo", y que "bajo la Iglesia y en la Iglesia tienen que sufrir"? ¿Sigue calificando negativamente "a los que evitan todo choque y ponen su intangible comodidad por encima de todas las cosas"? ¿De verdad sigue creyendo que "lo que necesita la Iglesia de hoy (y de todos los tiempos) no son panegiristas de lo existente, sino hombres en quienes la humildad y la obediencia no sean menores que la pasión por la verdad… que amen a la Iglesia más que a la comodidad e intangibilidad de su propio destino" (pp. 290-295)?

7. ¿Sigue sosteniendo su mala opinión sobre la que Vd. tan atinadamente llama "teología de encíclicas", o sea, una teología que se reduzca a ser "registro y -tal vez también- sistematización de las manifestaciones del magisterio" (pp. 318-320)? ¿Sigue pensando que el ideal de hoy es superar la concepción de que "la Edad Media era como el tiempo ideal cristiano, cuya plena equivalencia entre Iglesia y mundo se consideraba como la meta última de las aspiraciones" (p. 350)? ¿No se inclina más bien al resurgir medievalista que indudablemente llevan consigo movimientos católicos contemporáneos como "Comunión y Liberación"?

8. ¿Sigue criticando la postura de San Buenaventura, cuando éste llama al papa "vicario de Cristo" (pp. 74-79)? ¿Cree que en la rutina cotidiana no se sigue entendiendo esta adjetivación como si el papa fuera una especie de sucesor de Cristo, el cual sólo sería venerado en el "hábitat" celestial, y no considerado como Cabeza del Cuerpo, que es la Iglesia?

9. Ahora que es cardenal, ¿sigue sosteniendo la tesis de lo peligrosa que es la institución del cardenalato, ya que puede "surgir la idea de que los cardenales son los verdaderos sucesores de los Apóstoles" (pp. 148-154)? ¿Ha hecho algo por que se modifique esta inflación eclesial del cardenalato en beneficio del colegio episcopal y, también, del pueblo de Dios en general?

10. Si, según su teología, "el concilio no es, por esencia, otra cosa que la realización de la colegialidad" (pp. 236 s.) ¿ha hecho algo para que se multipliquen los concilios, sin los cuales la colegialidad corre el riesgo de convertirse en sucursalismo de la Curia romana? ¿No ha pensado que, sin una mayor frecuencia de los concilios, se peligra caer en el grave riesgo que Vd. acertadamente señala: "El primado del papa no puede entenderse de acuerdo con el modelo de una monarquía absoluta, como si el obispo de Roma fuera el monarca, sin limitaciones, de un organismo estatal sobrenatural, llamado "Iglesia" y de constitución centralista" (pp. 236 s.)?

11. ¿Sigue sosteniendo su luminosa distinción entre las dos facetas del ministerio petrino -"roca" y "skándalon" o "Satanás"-, y sigue creyendo que, en la crítica dirigida a la Iglesia, sobre todo a la cúspide, "no pueden separarse sencillamente la "Iglesia institución" y "hombres de la institución" (pp. 985-988)? Según esto, ¿no cree que los cristianos, sobre todo los teólogos, deben ser críticos frente al propio papa, para descubrir lo que en él pueda haber de "escándalo" o "satánico" y lo que, sin duda, hay siempre de "roca"? ¿No le parece que un determinado panegirismo al enfocar la figura de un papa -sobre todo, si es el de turno- hace un gran daño a la Iglesia, empezando por el mismo que ejerce el ministerio petrino, al que se engañaría con una adulación, cuyo origen está, como Vd. muy bien dice, en el apego a la propia comodidad?



Señor Cardenal:

Estas preguntas están hechas con una enorme sinceridad y con un gran cariño a la Iglesia católica romana, a la que desde el principio de mi existencia pertenezco. Estoy seguro de que una respuesta suya disiparía muchas dudas y eliminaría muchas perplejidades, que indudablemente se dan a todos los niveles.

No me queda más que pedirle al Espíritu Santo, verdadera alma de la Iglesia, que nos ilumine a todos, para que "nos vaya guiando por toda la verdad" (Jn 16,13).


Seguidors