divendres, 17 d’agost del 2012

LA MORAL CONCILIAR Y LA MORAL DEL CATECISMO ROMANO

Jérôme Régnier

Fuentes:
Texto original francés:
Ensemble (1993) 5-12
Versión española

RELaT 84
 

El Catecismo romano editado por Pío V reflejaba exactamente el pensamiento del Concilio de Trento y sus objetivos de contrarreforma. Cuatro siglos más tarde ¿puede decirse que el Catecismo de la Iglesia católica apunta al objetivo del Vaticano II, o sea, un «aggiornamento» pastoral que evite las condenaciones y se preocupe de abrirse al mundo y a las otras Iglesias? Su principal responsable, el Card. Ratzinger, se ha manifestado a menudo como crítico de las desviaciones y de los avances excesivos del postconcilio. Mientras Juan Pablo II, en el prefacio, subraya la relación con el Vaticano II, en la presentación oficial a la prensa Ratzinger no hizo ninguna alusión a ella. Es cierto que en el Catecismo hay abundantes citas de los textos conciliares. Pero uno se siente transportado a un clima muy diferente. De ahí la pregunta inicial, que en el artículo se refiere especialmente a la moral. Para contestarla, el autor toma como punto de partida un artículo suyo anterior a la publicación del Catecismo (Ensemble, marzo de 1990, págs. 13-20), en el que trazaba las líneas maestras de la moral conciliar (I), para contrastarla con la moral del catecismo (II). En una última parte (III) se intenta orientar el período post-Catecismo hacia la búsqueda del diálogo y la aceptación del pluralismo, que podría evitarle a la Iglesia nuevas y más lamentables escisiones.

I. La moral conciliar

Una primera lectura de los textos del Vaticano II podría dar la impresión de que la preocupación moral no estaba en el punto de mira del Concilio. Son sobre todo las perspectivas de la Gaudium et spes (GS) las que resultan de enorme importancia para los moralistas. Esta constitución situaba a la Iglesia en el corazón de un mundo marcado por la historia y vinculaba directamente el núcleo central de la fe -el misterio pascual- con la conducta humana (GS, 33-39). Esta actitud «teologal» tan novedosa y liberaba a los cristianos de una moral compacta y minuciosa, en la que cada norma parecía poseer idéntico peso, sin que hubiese la posibilidad de apreciar su origen.

La moral conciliar se presentaba, pues, ante todo como escatológica. Nuestra originalidad cristiana consiste en la conversión al Reino definitivo, en el que aspiramos a estar, en el que «no existe ni judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer» (Ga 3,28), sino comunión de personas diversas, pero igualmente respetables. El cristianismo no es una moral: esencialmente da un sentido último a la vida cotidiana. El convertido ha de «vivir como resucitado»: la conducta humana debe anticipar el estilo del Reino en el corazón del mundo. Promover la persona y la comunidad (GS 12-32) da un sentido cristiano a toda la actividad humana. Cuando la comunión de las personas -la «ley del amor» del NT- progresa en el hogar, en el trabajo, en el barrio o en las relaciones internacionales, el Reino de Dios avanza (GS 39).

Esta especificidad cristiana trasciende el orden ético y, por el mismo hecho, le proporciona su autonomía, así como a toda «realidad terrena» (GS 36). Esto impide amalgamar en una «doctrina moral cristiana» fe y reflexión racional, como se ha hecho a menudo en la problemática social y familiar. «La Iglesia (es) custodia del depósito de la Palabra de Dios, del que manan los principios en el orden religioso y moral» (GS 33). La ausencia en este texto de toda referencia a la ley natural ha sido muy comentada. El texto precisa que la Iglesia »no tiene siempre a mano la respuesta adecuada a cada cuestión» y añade que, para responder, se sirve de «la luz de la revelación y de la experiencia de todos» el monopolio de la ética.

Se trataba, pues, menos de presentar un sistema moral cristiano que tuviese respuestas para todo, que de buscar una coherencia entre los principios de una moral humana de orden racional -por ej., los derechos del ser humano- y el sentido escatológico cristiano. Esta es la afirmación capital del Concilio a propósito de la significación mesiánica de los «signos de los tiempos» (GS 4 y 11), cuyo «discernimiento» pertenece a «todo el Pueblo de Dios, especialmente a los pastores y teólogos» (GS 44). La moral deja, pues, de ser deductiva, para convertirse en inductiva apelando constantemente a «la experiencia de todos».

La reflexión moral cuenta ciertamente con la tradición y la «naturaleza» humana, tan apreciada por Aristóteles y por los estoicos. Pero ¿ha de cuajar ahí, sin referencia alguna al desarrollo histórico? Un texto esencial del Concilio abre la perspectiva: «La propia historia está sometida a un proceso tal de aceleración, que apenas es posible al hombre seguirla (...). La humanidad pasa así de una concepción estática de la realidad a otra más dinámica y evolutiva, de donde surge un nuevo conjunto de problemas que exige nuevos análisis y nuevas síntesis» (GS 5). No nos podemos, pues, contentar con una teología repetitiva. Los moralistas actuales han sido muy sensibles a esa invitación. Ser teólogo no consiste sólo en comentar los textos del magisterio. Es replantearse a toda costa las cuestiones de un mundo nuevo. El sentido de la tradición es ciertamente indispensable. Pero también lo es la capacidad de analizar las situaciones nuevas sin proyectar en ellas a priori un esquema caduco de juicios trasnochados. Nuevos análisis y nuevas síntesis.

A todos los cristianos se les invita a hacer la misma experiencia de libertad: ya no son «esclavos», sino «libres». El Concilio insiste mucho en la opción responsable de los laicos y en el primado de su conciencia (GS 43). Como afirmaba la fórmula tradicional, la conciencia es regla inmediata de moralidad.

El Concilio es consciente de la ambivalencia del mundo y de la existencia del mal: el pecado no es un progreso «inacabado», sino también degradación (GS 13; 37). Pero la perspectiva es optimista: «la Iglesia reconoce y tiene en gran estima el dinamismo de nuestro tiempo» (GS 41); «la esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas temporales, sino que más bien proporciona nuevos motivos para su ejercicio» (GS 21), pues «la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece la nueva familia humana, vislumbre del mundo futuro» (GS 39). Incluso el «servicio temporal de los hombres» es considerado don del Espíritu Santo, que «prepara el terreno al Reino de los cielos (GS 38).

Esta perspectiva del Concilio se encuentra también en aspectos particulares y en desarrollos posteriores. Baste recordar la Encíclica Populorum progressio (1967) de Pablo VI, que completó respecto al Tercer mundo la visión conciliar sobre la moral internacional (GS 77-90). El propio Pablo VI remitirá a las Iglesias particulares la tarea de reflexionar sobre su propia situación: la diversidad del mundo «impide pronunciar una única palabra» (Octogésima adveniens, 1971). La Iglesia católica no debe parecer a una monarquía centralizada. La exposición sobre el matrimonio está transida de personalismo (GS 47-52). A diferencia de la Casti connubii (1930), ya no se habla «del fin primario de la procreación»: se ha superado la teología repetitiva. Con todo, maniobras de corredores condujeron a Pablo VI a prohibir la discusión sobre el divorcio y el control de natalidad. Las consecuencias de ese bloqueo fueron funestas.

Durante el postconcilio, el trabajo de los moralistas ha resultado, en su conjunto, extraordinariamente fecundo en bastantes ámbitos. En el de la economía, por ej., se ha procedido a menudo inductivamente. A mis alumnos de teología les ha recordado esto con frecuencia: más vale analizar y punto que moralizar a priori.

II. La moral del catecismo romano

En el Catecismo se citan numerosos textos conciliares sobre economía, política, matrimonio, moral general. Con todo, hay que examinarlo más de cerca. Las declaraciones del Card. Ratzinger y de otros responsables expresaban sobre todo la preocupación por reaccionar a las dificultades postconciliares. De ahí nuestra pregunta: ¿se respira en él el aire fresco de la moral escatológica, abierta al mundo y que apela al discernimiento de los signos de los tiempos por parte de todo el Pueblo de Dios? Es ahí donde la orientación del Catecismo parece diferente. Se constata a nivel de las afirmaciones dominantes, pero también en el de las omisiones. Justamente los textos ignorados son los que más habían marcado el esfuerzo de los moralistas postconciliares. Los siguientes ejemplos ilustrarán esta constatación.

Una moral global: amalgama de fe y moral

La escatología, que sale esporádicamente, no es la inspiración fundamental del Catecismo. Toda la primera parte del GS (11-45) apenas si sale, fuera de algún fragmento disperso. Se vuelve a la perspectiva global de los manuales tomistas. Mons. Schönborn, redactor principal del Catecismo, lo reconocía: «El plan de la moral fundamental, fuera de la Gaudium et spes, se inspira sobre todo en la Suma teológica de Santo Tomás. Se trata de una opción consciente: permite articular de forma orgánica la libertad del hombre y la gracia divina». Esta «opción orgánica» entraña el riesgo de presentar todos los elementos con el mismo grado de certeza, sin que esté presente la preocupación de especificidad cristiana expresada en el Concilio. El recurso a los diez mandamientos, además de ocasionar numerosas repeticiones, acentúa esa impresión. A causa de esa globalidad orgánica, se sitúan en el mismo plano aspectos esenciales, como los signos evangélicos del pobre y del perdón, y las laboriosas deducciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en las que se decreta de manera definitiva lo que es «moralmente inaceptable». Y un catálogo de pecados, todo revuelto, en el que salen videntes, horóscopo, quiromancia e incluso la ironía. Esta mescolanza, frecuente en los viejos manuales, se presenta, al parecer, como un sistema definitivamente cerrado. Es comprensible que se abstengan de referirse al texto-clave de GS 33, anteriormente citado, que reconoce que «la Iglesia no tiene siempre a mano la respuesta adecuada a cada cuestión» y que pone de manifiesto que la especificidad cristiana se limita a la Palabra de Dios y que hay que contar siempre con «la experiencia de todos». Otro texto que se omite es el de la concepción más dinámica y evolutiva (GS 5). Son textos que resultan molestos, porque dejan fuera de juego una teología repetitiva que se niega a tener en cuenta la historia. Lógico, si la ley natural se presenta como ahistórica e «inmutable» (Catecismo, nº 1985).

Esa presentación de una moral sacralizada hace pensar a quien conoce un poco la historia de la moral. Un ejemplo. En el siglo XIII se había infiltrado en la moral cristiana la idea griega de que hay hombres naturaliter servi, esclavos o siervos por naturaleza. En 1903 Pío X afirmaba en su Motu proprio que los hombres son desiguales por naturaleza. Sesenta años más tarde, Juan XXIII aseveraba en la Pacem in terris que todos los hombres son iguales por naturaleza. En moral, como en otros ámbitos, la teología positiva o histórica permite relativizar mucho las afirmaciones que una teología especulativa, globalizante y segura de sí misma, no titubearía en presentar como definitivas. Las declaraciones actuales fundadas sobre la ley natural no escapan a la necesidad de nuevos análisis y nuevas síntesis. En un universo cambiante esa adaptación es la mejor garantía de los valores permanentes.

También la moral general del Catecismo asume las tesis de los manuales. Con toda razón se declara que el fin no justifica los medios. Pero, al generalizar esta perspectiva, se llega a fragmentar la actividad humana, cuando ésta debe ser comprendida en el desarrollo completo de la acción. Así, un combatiente que mata un adversario en lo que el Catecismo denomina «guerra justa» resultaría ser un asesino, si su gesto se tomase desligado del contexto en el que se sitúa. Pero del mismo modo, una pareja representa una totalidad de amor y de generosidad. La moralidad conyugal ha de tener, pues, en cuenta el conjunto y no aislar cada acto sexual, como si tuviese que ser cada vez procreativo. El Catecismo declara la fecundación in vitro siempre «inaceptable y perjudicial»: se aísla el acto del técnico para declarar taxativamente que el hijo ya no es fruto del amor, cuando la experiencia de parejas muestra todo lo contrario y de hecho el técnico no hace sino ayudar a rehacer la unidad del acto de amor y de la fecundidad. Así, la fragmentación de los actos de al traste con la perspectiva del sentido, tan querida del Concilio.

Pero es necesario obedecer y no razonar. El Catecismo declara: «No conviene oponer la conciencia personal y la razón a la moral o al magisterio de la Iglesia». Por el contexto se ve que los dos últimos términos están estrechamente ligados. Y sin embargo, más allá del ámbito revelado, se entra en el orden de la racionalidad, en el que no es la autoridad, sino la fiabilidad de los argumentos, la que debe imponerse.

Visiones del mundo

El Concilio había sido muy moderado respecto a la tradición del pecado original (GS 13;37). Ciertamente se evoca el carácter ambivalente del progreso y la lucha dramática entre el bien y el mal: no deja de ser «la experiencia de todos». Pero el tono general del texto era optimista. Por el contrario, el Catecismo reasume ampliamente el relato fabulosos de los orígenes y «el hecho» del pecado de esa pareja mítica de sinántropos, que habría desencadenado tal cólera divina que, después de miles de siglos, los millones descendientes suyos sufrirían todavía las consecuencias.

Pero es que esta visión pesimista permite al Catecismo afirmar, citando la Humani generis (1950), que el hombre pecador no puede conocer las verdades morales «con firme certeza y sin mezcla de error». Resulta, pues, que sólo la Iglesia puede asegurar la autenticidad de la moral. La visión pesimista del mundo ha servido para reforzar la autoridad del magisterio.

Ahora se comprende que desaparezca del Catecismo la llamada a los hombres de buena voluntad, tan cara a Juan XXIII, o el tema de una búsqueda en común de la verdad (GS 59). Ni trazas tampoco de un texto importante: «La Iglesia confiesa que le han sido de mucho provecho y lo pueden ser todavía la oposición y aun la persecución de sus contrarios» (GS 44). Compárese lo que la GS dice en el último párrafo del nº 62 sobre la investigación teológica con la cita que de él hace el Catecismo (nº 94): se cercena lo más iluminador del texto.

Otras dos grandes omisiones. En primer lugar, no se encuentra apenas rastro de la acogida entusiasta de Juan XXIII a la Declaración universal de los derechos humanos ni de su análisis positivo de los signos de los tiempos. Tampoco del movimiento ascendente que puede permitir al hombre subir de una ética humana a la trascendencia divina (y no siempre a la inversa): «Una vez formuladas las normas de vida colectiva en términos de derechos y deberes, los hombres se abren a los valores espirituales y comprenden lo que es la verdad, la justicia, el amor y la libertad. Se dan cuenta de que pertenecen a una sociedad de ese orden. Más: son impulsados a conocer mejor al Dios verdadero, trascendente y personal» (Pacem in terris, nº 45). Y sin embargo, este texto de 1963 -testamento del Papa- había marcado profundamente la reflexión conciliar.

En segundo lugar, el Catecismo apenas si refleja el carácter positivo de la evolución del mundo, donde progreso y Reino pueden converger (GS 63-72). Sólo una parte del texto se cita sin comentario. Pero se silencian dos aspectos esenciales: el desarrollo del mundo, anticipo del Reino, hasta el punto de que «los que se dedican al servicio terreno de los hombres preparan el terreno al Reino» (GS 38), y la alusión al Cristo alfa y omega, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización» (GS 45). Sin duda la cita traería a la memoria un pensamiento totalmente ajeno al Catecismo: el de Teilhard de Chardin. En un tono pesimista se expresaba también el Card. Ratzinger en la presentación que hizo del Catecismo: «En el mundo de la técnica, que es creación del hombres, de entrada no es al Creador a quien se encuentra: el hombre no se encuentra más que a sí mismo». Sobre el mismo tema precisaba el Concilio: «Estas lamentables consecuencias no son efectos necesarios de la cultura moderna ni deben hacernos caer en la tentación de no reconocer sus valores positivos» (GS 57).

Iglesia y moral

Aquí el Catecismo tiene numerosas citas del Concilio. Pero el espíritu y la estructura del texto son muy diferentes. La Iglesia se identifica a menudo con el magisterio (nº 2032 y sg.). El texto estira al máximo la noción de infalibilidad hacia las normas morales, porque ellas «son necesarias para la salvación». Los fieles, por su parte, tienen «el derecho de ser instruidos» y «el deber de observar las constituciones y decretos emitidos por la autoridad legítima de la Iglesia. Incluso cuando son disciplinares, éstos reclaman la docilidad en la caridad» (nº 2037). ¡Buena división de trabajo! No parece que los fieles estén muy convencidos de su efectividad.

Textos esenciales del Vaticano II no aparecen por ninguna parte, por ej. el papel del Pueblo de Dios, de los pastores y de los teólogos, tanto en la interpretación de los múltiples lenguajes de nuestro tiempo (GS 11; 44) como en el análisis de los tiempos (GS 4). Es sorprendente la omisión de un párrafo tan importante como el que se refiere al papel de la conciencia de los laicos (GS 43). No quedan más que tímidos vislumbres en los párrafos consagrados a la conciencia moral (nº 1776 y sg.) y en una referencia al nº 37 de la Lumen gentium, en el que se habla de la facultad e incluso del deber de los laicos de representar o exponer su parecer en determinadas condiciones.

Las Encíclicas son citadas con profusión. Pero no se hace referencia a la Octogésima adveniens. Repetir que Roma no puede siempre pronunciar «una palabra única» no iba en la línea del Catecismo.

Es sintomático que se sugiera el orden del esquema preparatorio sobre la iglesia, que fue rechazado en la primera sesión del Concilio. El que en el texto definitivo de la Lumen Gentium el cap. II trate del Pueblo de Dios y el III de la jerarquía tiene un profundo significado teológico que nadie se atreverá a negar. Pues bien, en un tema similar -la organización de la sociedad (nº 1897-1912)-, el Catecismo antepone el tratamiento de la autoridad al del bien común, cuando el orden debería ser el inverso (como en GS 74), porque es la autoridad la que está al servicio del bien común y no a la inversa.

Algunos ejemplos de endurecimiento

Lo que personalmente más me duele es lo referente a la situación de los divorciados vueltos a casar, que se califica de «adulterio público y permanente» (nº 2384). Estas palabras tienen el chasquido de las pedradas en una lapidación. Y, sin embargo, sabe Dios cuán distintos son los casos, tras mucho fracaso y mucha desventura. Un viejo amigo de cautividad, abandonado desde 1941 por su joven esposa, con la que había contraído matrimonio unos meses antes, a su vuelta en 1945, volvió a casarse. Hoy, después de una vida de familia fiel, feliz y fecunda, ¿debería ese abuelo abandonar su hogar para no merecer ese calificativo infamante? Que mi amigo lea, más que el Catecismo, el libro de Mons. Bourgeois sobre los divorciados vueltos a casar (Chrétiens divorcé remariés, 1990). Ahí encontrará un espíritu más próximo a la misericordia evangélica. ¿Desaparecerá esa fórmula agresiva de la segunda edición del Catecismo? ¿Se escuchará el deseo del viejo obispo de Autún, expresado en la conclusión de su libro (pág. 185): «¿No ha llegado ya el momento de derribar ese muro que tiene apartados de la mesa eucarística, sin examinar las situaciones particulares, a todos los divorciados vueltos a casar?».

Son muchos los pasajes del Catecismo en los que queda clara la voluntad de defender Humanae vitae y Donum vitae. Y sin embargo, el célebre moralista Häring (Quelle morale pour l'Église, 1989, págs. 156-163) nos recuerda cómo la Humanae vitae optó finalmente por el máximo de rigor, a pesar del parecer contrario de la mayoría de la Comisión preparatoria, por obra y gracia del Card. Ottaviani. En cuanto a Donum vitae, es sabido que el Card. Ratzinger preparó el texto, sin apenas tomar en considerar las opiniones distintas de la suya. Muchas Universidades católicas habían estudiado el tema. Su demanda de diálogo no fue escuchada.

Esta obstinación en defender una moral sexual rigurosa llega hasta el extremo de afirmar que una pareja que utiliza la contracepción técnica, por el hecho de usarla, se hace incapaz de un acto verdadero de amor mutuo (nº 2370). Las parejas de fervientes cristianos a los que he planteado la cuestión han quedado atónitos. Pero ¿qué importa la experiencia?

Citemos finalmente un pasaje curioso sobre la laicidad del Estado, reconocida por la Declaración sobre la libertad religiosa del Vaticano II. El Catecismo invita «a los poderes políticos y decisiones» a la inspiración proporcionada por la religión divinamente revelada. Y se añade que, en caso de no hacerlo, «se atribuyen sobre el hombre y sobre su destino, abierta o solapadamente, un poder totalitario, como lo muestra la historia» (nº 2244). ¿Están -según esto- nuestras democracias camino del totalitarismo? ¿Habrá que volver a la vieja tesis del Estado confesional?

III. Dialogar para construir el futuro

Se nos puede tachar de críticos e inoportunos. Pero nuestra crítica es necesaria y constructiva. No es a base de cerrar los ojos a los problemas cómo la Iglesia dará con el camino de salida. Tres observaciones en esta línea.

1. Recordemos que nuestro análisis se ha limitado a la parte moral. Los cristianos hallarán ricos filones en distintos pasajes del Catecismo sobre Cristo, los sacramentos, el compromiso social, la plegaria.

2. Si este conjunto moral se presenta como «un todo orgánico», por lo menos respeta el carácter «jerárquico» de los elementos, o sea los distintos grados de certeza: no todo hay que ponerlo en el mismo plano. Al lado de afirmaciones que se refieren al núcleo de la revelación, muchas otras no entrañan el mismo grado de adhesión. Los mismos redactores, de una u otra forma, lo reconocen, aunque no siempre queda claro en el texto. Conviene aquí recordar la distinción esencial que establece la Lumen gentium (nº 25) entre la adhesión de fe, debida a las verdades centrales del cristianismo y garantizadas por la infalibilidad, y el asentamiento o respeto religioso, debido a las decisiones no infalibles de una autoridad prudencial que busca la coherencia entre la fe y la vida cotidiana, sin que dichas afirmaciones sean irreformables. El Catecismo alude a esa distinción en el nº 907. La sumisión ciega no es un buen servicio a la comunidad. No hay más que recordar al P. Lagrange, pionero de la exégesis científica y blanco de las sospechas a comienzos de siglo.

3. Actualmente hay, entre otros, dos puntos que provocan tensiones y riesgos de fractura en la Iglesia. El diferente clima entre los textos del Concilio y los del Catecismo acentúan su importancia.

El primero se refiere al centralismo romano. El Vaticano II había afirmado la necesidad de la colegialidad, renovado el diálogo con el mundo y criticado el poder excesivo de la curia romana. Un nuevo centralismo doctrinal y una crispación de la identidad parece que prevalece hoy, también en el Catecismo. Los nombramientos de obispos se resienten, con marejadas aquí y allá (Colonia, Coire, Namur, Vienne; Brasil o Norteamérica). Si ha habido excesos postconciliares ¿hay razón para una marcha atrás?

El segundo punto es justamente el de la moral cristiana de la sexualidad. En la última Asamblea del episcopado francés, celebrada en Lourdes, el relator de este tema, Mons. Jullien, arzobispo de Rennes, no dudaba en reconocer: «Para nadie es un misterio que las posturas de la Iglesia a propósito de la sexualidad del matrimonio y de la familia chocan con el rechazo práctico de la inmensa mayoría de los fieles: contracepción, divorcio, etc., son prácticas archicorrientes. Esa contestación no es sólo práctica, sino que se expresa de mil maneras (...) Hay que hacer un seguimiento de esta cuestión: no se puede silenciar ese rechazo práctico, esta no-recepción de la enseñanza de la Iglesia, por ej., respecto a la contracepción». Durante estos últimos años se constata un endurecimiento de las posturas romanas y una defensa maximalista de Humanae vitae y Donum vitae. Y esto a pesar de que no se trata de documentos infalibles. Ante el «rechazo del pueblo cristiano» ¿no convendría reabrir el diálogo en un clima de serenidad, más que pronunciar una y otra vez condenas sin apelación? Esta es la posición del P. Häring, de cuya fidelidad a la Iglesia nadie puede dudar.

No se trata de una utopía. La historia reciente de la Iglesia muestra que tales diálogos han sido fructuosos para salir de algunos atolladeros. Así, Roma ha publicado recientemente un texto excelente sobre las Universidades católicas. La discusión de los proyectos había sido larga y viva. Ocho años fueron necesarios para llegar a un acuerdo. Pero el diálogo se ha mantenido y los esfuerzos han sido coronados por el éxito.

Hace cincuenta años H. Doms había sido condenado por haber cuestionado la procreación como finalidad primaria del matrimonio, siendo la secundaria el amor. En 1968 la Humanae vitae puso en plano de igualdad la doble finalidad del amor y la procreación, pero manteniendo que «cada acto sexual ha de estar abierto a la procreación». Sobre este último punto, reliquia de un largo pasado, habrá que reabrir el debate.

La teología de la liberación fue objeto en 1984 de una intervención muy negativa de Roma. Sólo dos años más tarde fue alentada por un documento muy positivo: el diálogo había dado su resultado.

Este Catecismo puede acarrear dos tipos de consecuencias: agravar las tensiones y renovar el diálogo. Podría contribuir a endurecer la oposición entre conservadores y progresistas, como sucedió a raíz del Syllabus de 1864. Veríamos entonces a conservadores quisquillosos hostigar por cualquier cosa a sacerdotes, catequistas y teólogos, exigiéndoles una fidelidad literal a todos los detalles del Catecismo. El resultado sería bloqueos y rupturas. O bien el Catecismo permitirá un diálogo fraterno entre jerarquía y pueblo de Dios, entre cristianos de distintas sensibilidades. Entonces será posible de nuevo analizar serenamente los «signos de los tiempos» en un clima de libertad y fidelidad, teniendo presente que los textos de un concilio ecuménico tienen una autoridad superior a la de un Catecismo.

El 7 de diciembre de 1992, en la presentación oficial del Catecismo, Juan Pablo II, parece haber hecho suya esa perspectiva al afirmar: «Un don para todos: eso es lo que quiere ser ese Catecismo. Tratándose de ese texto, nadie debe sentirse extranjero, lejano o excluido». ¿Cómo no hacer nuestra esa invitación al diálogo lo más abierto posible? La Iglesia necesita de él, para continuar siendo testigo fiel del mensaje evangélico en el corazón del mundo.

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