Andrés Torres Queiruga
En el Evangelio disponemos de la mejor, insuperable, imagen de Dios aparecida en la historia. Pero largos siglos de contaminación la han deformado, hasta hacerla irreconocible en muchos puntos, que no siempre son los menos importantes. Aquí, mirando a los conceptos de fondo, señalaré algunos que están clamando con especial urgencia ser revisados a fondo, agrupándolos en tres capítulos.
Contra una lectura deformada de la creación
Aunque está en vías de superación, uno de los más grandes problemas que arrastra la teología actual es la lectura literal o fundamentalista de la Biblia. De modo muy especial, afecta nada menos que a los maravillosos relatos de la creación en el Génesis. En ellos, con el simbolismo profundo del lenguaje mítico, se nos habla de la intención de Dios, que no busca para nosotros más que la realización, el amor y la felicidad. Eso quiere significar el símbolo del paraíso: la meta a la que estamos destinados. A esa meta se opone el mal; por eso la Biblia lo pone fuera de Dios. La narración mítica, preocupada por llamarnos a la bondad, se fija sobre todo en el pecado humano, que, como muestran los primeros capítulos —del asesinato de Caín a la corrupción universal—, tanto daño hace. Pero tomar a la letra, convirtiendo en explicación física o metafísica lo que sólo quiere ser una exhortación moral, lleva al disparate.
1) Empezando ya por el pecado original: incluso después de ser reconocida como mítica la narración concreta del árbol, la fruta y la serpiente, continúa, sin embargo, la idea terrible de que los pavorosos males del mundo son un castigo divino por la falta histórica cometida por nuestros antepasados. Con lo cual en el inconsciente colectivo se están martillando dos concepciones monstruosas: a) que Dios es capaz de castigar de una manera tan horrible, y b) que lo hace a miles de millones de descendientes que no tienen la mínima culpa en aquella supuesta falta. Encima, se refuerza la idea —tan extendida y tan dañina— de que, en última instancia, si hay mal en el mundo es porque Dios lo quiso y lo quiere, puesto que el paraíso sería posible en la tierra y, encima, el castigo no sería proporcionado. De ese modo sigue viva la creencia general de que el sufrimiento, la enfermedad y la muerte vienen de una decisión divina, aunque sea en la forma de castigo.
2) Solidaria con esta idea está la de la creación del hombre y de la mujer para la “gloria” de Dios y para su servicio. Puede haber un significado aceptable en esas palabras, pero en la mentalidad normal se ha tomado a la letra: es Dios quien exige que lo sirvamos para salvar el alma; de lo contrario, vendrá el castigo. Feuerbach apoyó ahí su ateísmo: para que Dios sea todo, el hombre tiene que ser nada. Cuando lo contrario es la verdad: al crearnos, Dios no piensa en sí mismo, sino sólo y únicamente en nuestro bien. De usar este lenguaje, habría que decir más bien que, como se reflejó en Jesús, es Dios quien nos sirve a nosotros, porque nos quiere y lo necesitamos.
3) La moral, lejos de ser la palabra de amor y la promesa de ayuda que nos orienta y apoya hacia la verdadera felicidad, se convierte en carga impuesta por Dios. Kant denunció esta concepción como indigna e infantilizante. Y lo peor es que hace ver el esfuerzo, la disciplina y aun el sacrificio que muchas veces —para toda persona, sea o no creyente— comporta la moral, se presenta como algo que Dios nos impone porque quiere, pudiendo hacernos la vida más fácil. Seguramente nunca será posible medir la cantidad de resentimiento que esta horrible concepción ha acumulado en la conciencia de muchos creyentes.
4) Todo ello, agravado hasta lo intolerable por la idea del infierno, como castigo para quien no “sirva” o no “cumpla”. Dios, que ama sin límites y perdona sin condiciones, acabó siendo descrito como capaz de castigar por toda la eternidad y con tormentos inauditos faltas en definitiva siempre pequeñas, fruto de una libertad débil y limitada. El avance de la sensibilidad lleva en nuestro tiempo a una oposición generalizada a la pena de muerte y aun a la prisión de por vida: ¿seremos los humanos mejores que Dios?
5) La visión del pecado marcha en paralelo. Tomás de Aquino ya había dicho que el pecado no es malo porque le haga mal a Dios, sino porque nos lo hace a nosotros: porque no ofendemos a Dios más que en la medida en que actuamos contra nuestro bien. Sin embargo, gran parte de la teología y de la predicación sigue ignorando que lo fundamental es el interés de Dios en que no nos hagamos daño a nosotros mismos, en que no estropeemos nuestra vida y arruinemos nuestra realización. El padre del hijo pródigo no se preocupa por su honor o por su ofensa, sino porque el hijo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado.
Unido esto a la deformación moralista, ha hecho que, allá en el fondo de la conciencia de mucha gente, haya crecido como un gusano venenoso la idea de que el pecado sería estupendo para nosotros, pero no podemos gozarlo porque Dios nos lo prohíbe. En otras palabras: Dios no querría que seamos felices.
Contra una lectura deformada de la redención
Si eso sucede con la creación, las consecuencias se dejan sentir con más fuerza en la redención. La maravilla, que nunca podríamos imaginar por nuestra cuenta, de un Dios que se hace presente en la historia para, de mil maneras y con infinita paciencia, irnos ayudando a vencer el mal y el pecado, queda para muchos convertida en un terrible ajuste de cuentas, con un castigo al comienzo y una amenaza al final.
1) Se empieza ya por un particularismo inconcebible. Un Dios que, creando por amor, está desde siempre suscitando salvación allí donde hay un hombre o una mujer, es decir, en todas partes y, de modo expreso, en todas las religiones, fue presentado durante muchos siglos como preocupado únicamente por un solo pueblo: el elegido. Los demás quedarían fuera de su revelación y de su salvación plena: extra ecclesiam nulla salus. Como mucho, les quedaría la esperanza —en una especie de larguísima lista de espera— de que un día pueda llegarles la misión (que para miles de millones nunca ha llegado ni llegará). Por fortuna, desde el Vaticano II esta visión horrible está siendo superada. Pero los efectos perduran con intensa viveza: continúa habiendo mucho dogmatismo y mucho exclusivismo; demasiada resistencia a una revisión del concepto de revelación, y a un generoso diálogo de las religiones.
2) Más grave fue aún la visión sacrificial de todo el proceso. El esfuerzo de Dios por intensificar al máximo su presencia y abrir caminos a su gracia; su lograr a través de Jesús la revelación de su amor sin medida y de su comprensión sin límite por nuestra debilidad y nuestro pecado; su no dar marcha atrás aunque tal amor le costase nada menos que el asesinato del su Hijo bienamado... todo eso acabó siendo interpretado como un precio que Él exigía, como un castigo necesario para aplacar su ira.
Resulta doloroso usar estas expresiones, pero, por increíble que parezca, pueden leerse aún —por ejemplo, tomando a la letra el abandono en la cruz— en importantes teólogos de nuestro tiempo: no sólo en Lutero y Calvino, que todavía estaban cerca del medioevo, sino también en Barth, Moltmann y Urs von Balthasar, para citar a algunos de los grandes. Insisto, porque, aunque no cuestiono la buena intención, es indispensable evitar todo lo que pueda oscurecer el amor infinito del Padre. Desde la fe, en una interpretación no fundamentalista, debemos estar seguros de que Dios nunca estuvo tan cerca de su Hijo como cuando se lo estaban machacando en la cruz (no lo abandonó), y de que nunca permitiría su muerte, si fuese posible evitarla (no fue Él quien quiso la agonía del Huerto).
3) Finalmente, está algo que, en el fondo, es mucho más grave, porque lo envuelve todo: todo el sufrimiento del mundo sería un castigo de Dios por un pecado que, fuera de Adán y Eva, los demás no hemos cometido; de suerte que, si Dios no nos castigase —es decir, fuese compasivo y perdonase— viviríamos en un paraíso. Y luego, para perdonarnos, habría exigido nada menos que el sacrificio cruento de su Hijo. Finalmente, si no nos portamos bien, nos espera el castigo eterno del infierno (en el que, con consecuencias deletéreas, tanto ha insistido la pastoral del miedo).
Ese esquema se ha incrustado como algo tan obvio en el imaginario religioso, que ya ni siquiera se ve ni se percibe su auténtica monstruosidad, que, afortunadamente, cuando se explicita, casi nadie toma a la letra. Pero, por eso mismo, es preciso exponerlo crudamente para poder rechazarlo con toda fuerza y para substituirlo por el verdadero, ya, en el fondo, propuesto por san Ireneo en el s. II: creación en la inevitable debilidad del nacimiento – apoyo amoroso de Dios en la historia a pesar de nuestros fallos y pecado – culminación de ese apoyo en la plenitud salvadora de Cristo – esperanza de la salvación plena en la Gloria. Es decir la promesa de un nacimiento y la esperanza de una felicidad gloriosa.
Contra una vivencia deformada de la espiritualidad
Como era de esperar, esa doble visión que acabamos de perfilar de manera esquemática acaba articulando la vivencia de la fe en la vida concreta.
1) La visión dualista está en el primer plano, porque ella es la que de algún modo organiza el espacio religioso. Dios allá arriba y nosotros acá abajo, lo sagrado y lo profano, lo que pertenece a Dios y lo que nos pertenece a nosotros, la iglesia y el mundo... marcan a cruel fuego la vida espiritual. Sería ingenuo pensar que la distinción puede ser completamente suprimida, pues responde a un dato real: la diferencia entre Dios y su creación. Pero esa diferencia es para la afirmación de nuestro ser: Dios no nos disputa el espacio. Todo lo contrario: cuanto más presente, más nos hace ser; cuanto más acojamos su acción, tanto más nos realizamos a nosotros mismos. Lo malo está en convertir la diferencia en distancia, la distinción en dualismo, el apoyo en imposición. Porque entonces Dios se convierte en amo y la religión consiste en servirlo y aplacarlo, en pedirle ayuda y favores, en conseguir su premio y evitar su castigo.
2) De esa concepción deriva espontáneamente una visión negativa de la vida. La redención se separa de la creación y se contrapone a ella, de modo que todo lo creado acaba apareciendo indiferente para la fe, cuando no como malo y corrompido. Textos de la Escritura, en sí hondos y venerables, se toman en el sentido contrario a lo que, en definitiva, quieren decir. Así, por ejemplo, la llamada a negarse a sí mismo o a perder la propia vida no puede significar la anulación de nuestro ser, sino exactamente lo opuesto: negar nuestra negación, es decir, aquello que daña nuestro ser auténtico, que nos impide realizarnos y llegar a la plenitud. Dios no quiere anular nuestro ser, sino llevarlo a su afirmación literalmente infinita.
3) Las consecuencias han sido graves. De ahí nació una espiritualidad enemiga del cuerpo y desconfiada de todo gozo, que optaba por la fuga mundi y por el agere contra como estilo global. Se instaló así un talante sacrificialista, que inconscientemente metía en el ambiente la creencia de que Dios está contento cuando nos ve sufrir o que concede favores a cambio de nuestro sufrimiento gratuito o de nuestros sacrificios. No puede extrañar que se llegase muchas veces a excesos que hoy nos horripilan (ciertos grupos y ciertos santuarios muestran que aún quedan demasiados restos) y se llegase a acusar al cristianismo de enemigo de la vida (Nietzsche).
4) Casi peor: ese enfoque ocultó poner el énfasis en el sufrimiento verdaderamente cristiano. No el que se busca por mera ascesis o por la propia perfección, sino aquel que, como el de Jesús, se asume cuando es necesario por amor a los demás. Es el trabajo del servicio, es el exponer la vida en favor de la justicia, es el ser capaz de la renuncia a lo propio en favor de los pobres. Es, en definitiva, lo que la teología de la liberación y el ejemplo de sus mártires, tratan de enseñarnos aprendiéndolo de Jesús: él no rehuyó el gozo normal del vivir, hasta poder ser acusado de «comilón y bebedor» por no practicar una ascesis artificiosa; pero fue capaz de amar «hasta el extremo», hasta dar su vida por amor a todos.
5) Finalmente, señalemos algo menos llamativo, pero de importancia decisiva: la inversión radical de la experiencia cristiana de la gracia, que llegó a cambiar el sentido de la oración. Creándonos por amor, Dios toma la iniciativa absoluta, tanto para traernos al ser (momento creacional) como para ayudarnos en su realización (momento salvífico). Por eso, lo nuestro es acoger su iniciativa: dejarnos ser y salvar por Él, aceptando su gracia y colaborando con su acción en nosotros y en los demás. Pero, insensiblemente, hemos ido dándole la vuelta a todo, hasta el punto de que parece que nosotros tenemos toda la iniciativa, como si fuésemos los verdaderamente interesados en la salvación y tuviésemos que convencer a Dios para que también Él se interese y colabore con nosotros.
La oración se convierte entonces en petición, que se atreve a recordarle Dios las necesidades del prójimo, a convencerlo para que ayude a los enfermos o a las víctimas; podemos incluso ofrecerle dones y sacrificios para que se anime; y, finalmente, llegamos a repetirle a coro que sea bueno y compasivo: que «escuche y tenga piedad». Sé que estas palabras son duras e injustas con la intención de los orantes. Pero es preciso detectar su falsa orientación y su terrible inversión de los papeles entre Dios y nosotros.
Coda
Bien sé que hay objeciones y dificultades... Pero es preciso pensarlo y decirlo. Su evidencia primaria debería animarnos a una nueva creatividad y al esfuerzo sincero para actualizar la comprensión y la vivencia de la fe, fieles a la Palabra viva de Dios.
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