Éxodo 95 (sept.-oct.’08)
"Los decretos conciliares más que un punto de llegada son un punto de partida hacia nuevos objetivos”. Así se manifestaba Pablo VI en 1966. Las expectativas generadas por el concilio Vaticano II pasaban por una reforma de la Iglesia, en la línea de los textos conciliares (UR 4;6) y de la encíclica Ecclesiam suam (1964). Además de las críticas conciliares a las estructuras e instituciones vigentes, influyó un famoso libro de Congar. Había que cambiar la Iglesia, interna y externamente, siguiendo las dos grandes constituciones eclesiales del Vaticano II. Suponía la transformación del modelo tridentino y el punto final al antimodernismo de los dos últimos siglos. Juan XXIII dio la pauta en la apertura del Concilio, criticando a los profetas de calamidades, que sólo ven aspectos negativos en los cambios sociales. La primavera conciliar abría una etapa de esperanza y cambios. Pablo VI, en su discurso de clausura del Concilio, anunciaba algunos planes para poner en práctica los decretos: Por un lado, un viaje a las Naciones Unidas, que suponía el reconocimiento de la autonomía de los Estados y la aceptación de la democracia, combatidas por el Magisterio papal en los siglos XIX y XX. Por otro, la creación de un sínodo episcopal de representantes de las conferencias episcopales, que hiciera posible la deseada colegialidad entre el papa y los obispos. 1. El postconcilio inmediato de los sesenta y setenta
Estas expectativas contrastan con las afirmaciones pesimistas de Pablo VI a comienzos de los años setenta. “Se creyó que después del Concilio vendría una jornada de sol para la historia de la Iglesia. Ha llegado, sin embargo, una jornada de nubes, de tempestad, de oscuridad”, afirmó en 1972. De ahí sus alusiones al humo de Satanás, a la división interna en la Iglesia y a la invasión del espíritu mundano, tras la apertura al mundo.Hay bastante convergencia en caracterizar los veinte años posteriores al Vaticano II en tres fases aproximadas. La primera, que ya comenzó con la reforma litúrgica (1963-68), es la de expansión y aplicación del Concilio, con múltiples iniciativas teológicas y pastorales, y un protagonismo de las corrientes renovadoras: Fundación de la revista Concilium (1965), Catecismo holandés (1966), Populorum Progressio (1967), Manuales como Sacramentum Mundi (1967) y “Mysterium Salutis” (1968), Asamblea Episcopal Latinoamericana en Medellín (1968), la teología de la liberación con el libro de Gustavo Gutiérrez (1971) y el Consejo Pastoral Holandés (1966-1970). Se creó también una Comisión Teológica Internacional junto a la Comisión Bíblica (1969). Se veía el Vaticano II como el final de una etapa y también como comienzo de otra. De ahí el manifiesto de los teólogos vinculados a la Revista Concilium para ir más allá de la letra conciliar, apoyados por los cardenales Suenens y Alfrink, contra los que buscaban minimizarlo.
Estas iniciativas dificultaban ver el proceso mediante el que la minoría conciliar tradicionalista recuperaba progresivamente el control perdido durante el Concilio. El primer elemento clave es el de los textos conciliares, base de la reforma y renovación interna del catolicismo. Había que interpretarlos y aplicarlos, para que no se quedaran en papel mojado. De ahí las propuestas de algunos padres conciliares de que se constituyera una Comisión al respecto que reflejara el espíritu y la dinámica conciliar. Pablo VI optó, por el contrario, por confiar a la curia romana la interpretación y aplicación de la renovación, en lugar de crear una comisión ad hoc. La puesta en práctica de los decretos conciliares recaía, de esta forma, en un sector que había sido minoritario en el Concilio y muy crítico respecto de la renovación.
A esto se añadía una reforma de la curia romana (1967) en la que hubo una clara internacionalización, a costa de la mayoría italiana, y una modernización de sus estructuras y formas de actuación. Pero no generó una descentralización ni un desplazamiento de sus tareas en favor de la colegialidad, y, en concreto, del anunciado Sínodo episcopal. Pablo VI dedicó los sínodos episcopales a cuestiones claves, como el sacerdocio (1971), la evangelización (1974) y la catequesis (1977). Pero el Sínodo dependía de tal forma del papa, reducido a mero órgano consultivo, sin poder de decisión y con carácter coyuntural y aleatorio, que no podía servir de contrapeso al gobierno centralizado romano. No hay que olvidar, sin embargo, la nueva creatividad postconciliar, que se tradujo en una multiplicidad de documentos renovadores, tanto a nivel interno como externo. Tras la Constitución sobre la Iglesia en el mundo de hoy (“Gaudium et Spes”: 1965) y el Decreto de libertad religiosa (“Dignitatis Humanae”: 1965) vinieron los pronunciamientos de Pablo VI sobre la democracia y el poder político (“Octogesima Adveniens”: 1971). El catolicismo se presentaba con gran vitalidad interna y una dinámica expansiva y misional, abordando de forma renovada los problemas socioeconómicos (“Populorum Progressio”: 1967; “Sínodo sobre la justicia en el mundo”: 1971) y los sociopolíticos (“Octogesima Adveniens”: 1971). Se había iniciado el proceso del desplazamiento del cristianismo hacia el tercer mundo. La conferencia de Medellín (1968) tuvo un gran impacto y sirvió de legitimación a la incipiente teología de la liberación y al movimiento de comunidades de base.
En este contexto vino la segunda fase de repliegue (1968-72), marcada por la preocupación por la contestación en la Iglesia y el significado simbólico de Mayo del 68, avivando los temores al descontrol eclesial, suscitados en el postconcilio. Los conflictos se radicalizaron y la mayoría progresista del Concilio se fraccionó, rompiendo la cohesión anterior. Personalidades relevantes y renovadoras durante el Concilio, como Danielou, De Lubac, Congar, Ratzinger, Von Balthasar y otros, comenzaron a distanciarse de los otros colegas que lideraban la corriente progresista, agrupados en torno a la revista Concilium. Además, algunos teólogos de la liberación hicieron una dura crítica de la teología europea, incluyendo en ella a los más renovadores y críticos, incluidos los creadores de una teología política. La izquierda eclesial se dividía, en contra de la creciente cohesión de los conservadores, apoyados por la curia romana. La revista Concilium organizó un Congreso en 1970 para potenciar la dinámica conciliar, en contra de los acentos conservadores de la Comisión Teológica internacional en 1969, que obligaron a K. Rahner a presentar su dimisión como miembro de ella. Había miedo a las demandas de ir más allá de los textos conciliares, en nombre del espíritu conciliar, y a nuevas propuestas, sólo vagamente apoyadas en los documentos.
Ratzinger calificó esta etapa de desengaño colectivo, en la que retrocedía el optimismo de la Gaudium et Spes, que había sido una especie de Antisyllabus. También había preocupación por una renovación litúrgica incontrolada y, a veces, destructiva, hiriendo la sensibilidad popular y causando pérdidas irreparables en el patrimonio artístico. La profesión de fe de Pablo VI (1968), el documento “Sacerdotalis celibatus” (1967), que generó muchas críticas y, sobre todo, la encíclica Humanae Vitae (25/07/68), la última que publicó, marcan la transición a una nueva etapa. Pablo VI tomó una decisión contraria a la Comisión Pontificia, que él mismo había creado, apelando a su responsabilidad ante Dios y rechazando una toma de decisión colegial.
Comenzó así la tercera etapa en la que la curia romana retomó el control eclesial, con una clara insistencia en la orientación espiritual contra los que demandaban reformas institucionales. Se estaba marcando un nuevo rumbo que culminó en el jubileo del año santo 1975 y que duró hasta la muerte de Pablo VI en 1978.
A Pablo VI le debemos la consecución del Vaticano II, especialmente la Gaudium et Spes y otros decretos tardíos, que él defendió contra la minoría tradicional, que quería acabar antes el Concilio y renunciar a esos textos. Su carácter conciliador, abierto y tolerante, le permitió potenciar el ecumenismo con las otras iglesias, dar espacios de libertad a los teólogos, incluso a los que le criticaban, y captar la creciente distancia cultural que surgía entre la dirección de la Iglesia y la mayoría del pueblo de Dios.
Pero la búsqueda de compromisos se volvió en su contra en el contexto de polarización interna. Su intento de apaciguar a los tradicionalistas tuvo un costo para la Iglesia. Incluyó en la Constitución sobre la Iglesia una “nota explicativa previa”, que no sólo suscitó muchas tensiones, sino que iba en contra de la dinámica del texto; proclamó a María Madre de la Iglesia, cuando la asamblea no lo había aceptado para la constitución sobre la Iglesia; prohibió que se trataran en el Concilio problemas candentes como la reforma de la curia, el celibato sacerdotal, los métodos de control de natalidad, los matrimonios mixtos y la pastoral de católicos divorciados, que luego fueron focos de tensión postconciliar.
A esto se añade la radicalidad de los retos y tareas pendientes. Definir la Iglesia como pueblo de Dios exigía una reestructuración de la Iglesia, marcada por el concepto de institución, jerarquía y sociedad desigual. Potenciar a los laicos implicaba cambiar las estructuras diocesanas y universales. La colegialidad incidía en la forma de gobernar la Iglesia y Pablo VI era consciente de que el papado era el gran obstáculo para el ecumenismo. La crisis sacerdotal se agudizaba, porque el clero se encontraba desconcertado ante la doble revalorización de obispos y laicos. Quedaba pendiente el gran reto del papel de la mujer en la Iglesia, de la relación entre la jerarquía y los teólogos, de la reforma litúrgica, de la renovación de la vida religiosa, etc. La grandeza del Concilio se muestra también en el gran legado de reformas y cambios que dejaba pendientes. Pero eran demasiados, no sólo para Pablo VI sino también para el conjunto de la Iglesia.
Tras dos siglos de antimodernismo, de luchar contra la separación entre la Iglesia y el Estado, de impugnar la democracia y los derechos humanos, había que afrontar una sociedad que iniciaba la transición hacia la postmodernidad, la globalización y la secularización. Cuando la Iglesia se reconciliaba con la modernidad, se anunciaba ya el final de la época clásica moderna y el comienzo de una nueva etapa. La crisis institucional y de autoridad en la Iglesia reflejaba también la de las otras grandes instituciones occidentales: el Estado, la familia, la educación, la judicatura, los medios de comunicación social, etc. Se iniciaba una nueva etapa mundial y la Iglesia católica contribuyó con su propia renovación. En el caso de España fue clave el liderazgo de Tarancón y la renovación conciliar, que permitieron afrontar la transición política y económica sin que el hecho religioso fuera un obstáculo.
2. La nueva fase postconciliar a partir de los ochenta
La elección de Juan Pablo I y su muerte, temprana y en polémicas circunstancias, agravaron, todavía más, la confusión e incertidumbre en la Iglesia. La elección de Juan Pablo II (1978-2005) marcó una nueva etapa postconciliar, de la que todavía estamos viviendo. Ha sido uno de los papados más largos de la historia, marcado por una rectificación del rumbo postconciliar y una toma de control, que cristalizó simbólicamente en el sínodo de 1985, a los veinte años del Vaticano II. La inmediatez y perdurabilidad de su influencia hacen casi imposible una evaluación global con pretensiones de objetividad, sobre todo en el marco de unas pocas páginas. Además, todos hemos sido protagonistas de este periodo, hemos jugado algún papel en él y tomado decisiones que comprometen nuestro juicio, que no puede ser neutral y desinteresado. Con estas premisas, se pueden indicar algunos puntos claves de esta fase.No hay duda sobre la toma de control por parte de la curia romana, la potenciación de las corrientes tradicionalistas y la irrupción de nuevos movimientos que desplazaban a las teologías, grupos y protagonistas anteriores. El primer paso fue la reforma del episcopado tomando distancia de la línea de nombramientos de los papados anteriores. El control de los obispos y de los teólogos, los agentes creadores del Vaticano II, ha sido un objetivo primordial. Fue cada vez mayor el control de los nuncios y de las Congregaciones romanas sobre los obispos. Se incrementaron así los conflictos eclesiales, a veces por el talante autoritario de los obispos impuestos por Roma, a costa de tradiciones, costumbres y derechos centenarios de las iglesias locales. En América Latina se nombraron obispos conservadores para la dirección del CELAM y para suceder a personalidades comprometidas, y se multiplicaron los obispos auxiliares y las divisiones de las diócesis de obispos avanzados. Los conflictos con la CLAR y con las órdenes religiosas también se prodigaron. La rapidez con que se sustituía a obispos considerados avanzados y la permanencia de los obispos “seguros” en sus sedes, más allá de los setenta y cinco años, ha sido otro de los procedimientos utilizados para transformar globalmente el episcopado.
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