dissabte, 16 de juny del 2012

REMODELACIÓN Y CORAJE PASTORAL

Es posible otro afrontamiento de la crisis ministerial

Jesús Martínez Gordo

Fuente:
Bizkaiko Abadeen Foroa
/ Foro de Curas de Bizkaia

Son constataciones comunes a las Iglesias europeas el aumento de las parroquias sin sacerdote residente, el descenso y envejecimiento de sus presbiterios, la caída de la práctica religiosa y sacramental, la creciente minorización sociológica de la pertenencia eclesial, la movilidad de los fieles, la aparición del fin de semana como tiempo de descanso y la emergencia de una cultura laica.

Hacia una iglesia minoritaria
en una sociedad crecientemente indiferente

La suma de todos estos datos arroja una nueva situación sociológica marcada por la pérdida de la situación –hasta el presente– hegemónica de la iglesia católica. Parece estar verificándose en una buena medida el pronóstico que efectuara Y. M. Congar hace ya más de un cuarto de siglo cuando sostuvo que se caminaba hacia una situación en la que la Iglesia sería de nuevo minoritaria en un mundo crecientemente pagano o (clip_image002lo que viene a ser lo mismo) en un contexto sociocultural cada día más indiferente, increyente, agnóstico, ateo o, como mucho, ocasionalmente practicante. La pertenencia a la Iglesia va camino de ser una decisión minoritaria, a la vez que más personal y responsable.

Sin embargo, este diagnóstico del teólogo francés –acertado en el fondo– necesita ser matizado en dos puntos: el primero, referido a la condición de minoría de la iglesia y, el segundo, para precisar lo que se entiende por “paganismo”.

En primer lugar, es cierto que la Iglesia ya ha pasado a lo largo de su historia por una situación semejante, pero es preciso reconocer que el escenario en el que nos estamos adentrando no deja de ser una inquietante novedad para una institución cuya existencia ha transcurrido (durante la mayor parte de su historia) en un régimen hegemónico y en unas condiciones sociológicas en las que lo realmente extraño y sorprendente era no ser cristiano o católico. Y si es cierto que esta constatación –de la que se empieza a ser consciente de una u otra manera– obliga a repensar muchas pautas de comportamiento, mediaciones y estrategias hasta no hace poco incuestionados e incuestionables, no deja de ser menos cierto que la comunidad cristiana no parece estar preparada ni mentalizada para proceder al cambio de perspectiva que demanda.

Y, en segundo lugar, es preciso recordar que no se va a regresar a una situación de paganismo puro y duro, sino de secularización coexistente con una religión difusa. Quizá el ejemplo más patente de esta amplia religiosidad sociológica y bajísima pertenencia efectiva es la que arrojan los datos estadísticos, por ejemplo, de la iglesia en  Suiza donde el 5 % de sus ciudadanos se declara ateo, el 80 % cristianos y, sin embargo, sólo entre el 5 y el 10 % son practicantes. Algo de esto empieza a ocurrir en algunas iglesias locales de España, particularmente en Cataluña y en el País Vasco.

Entre ser resto o residuo

La  Iglesia se está jugando su ser o no ser según el camino que se emprenda. Si, por ejemplo, la estrategia que se asume es la de la inhibición (esperando a que los tiempos mejoren o a que llegue el momento de la jubilación sin mayores sobresaltos), se están poniendo las bases para que la comunidad cristiana acabe siendo un residuo ya que la tarea que se desempeñe consistirá, en el mejor de los casos, en mantener lo actualmente existente.

En la estrategia inhibicionista lo importante es cuidar y mantener la agrupación sociológica de creyentes (sean éstos permanentes u ocasionales) ya que son ellos quienes garantizan lo imprescindible para que una parroquia (o una agrupación de varias de ellas) pueda seguir funcionando, aunque sea bajo mínimos: un horario de acogida y de despacho, la atención a las demandas cultuales (particularmente, sacramentos de la iniciación, así como funerales, misas de salida y eucaristía dominical) y una economía lo más saneada posible. No suele haber más pretensiones, por ejemplo, en una buen parte de las remodelaciones (frecuentemente entendidas como mera y simple agrupación de parroquias) que se han realizado en muchas diócesis.

La estrategia inhibicionista es propia, sobre todo, de quienes no desean complicarse para nada la vida ni pagar los costos que supondría dejar a las generaciones futuras un proyecto de remodelación con el que salir, al menos, al paso de lo que parece venirse irremediablemente encima.

Ignorando la consistencia de los hechos aportados y la razonabilidad de las previsiones que se establecen, prefieren ir tirando y que sean otros (los de arriba, los de abajo o los que vengan por detrás) quienes asuman la responsabilidad y, sobre todo, los costes de tomar decisiones pastorales con un cierto coraje pastoral. Y cuando irremediablemente llegue ese momento, es muy probable que ya no quede por administrar más que una disolución o un cierre que hubiera podido ser evitado si se hubiera tenido el arrojo y la audacia evangélica requeridas en su día.

Es más que evidente que el peligro que no logra eludir esta estrategia es el de que lo poquito que todavía exista se vaya apagando irremediablemente. La comunidad cristiana corre alto riesgo de ser un residuo desechable, difícilmente reciclable y condenado a una irrelevancia tan dulce como segura y mortal. Hay llamadas a la moderación y a la tranquilidad que son anticipos de una liquidación en buena parte evitable.

Pero si la opción que se adopta se decanta por favorecer el nacimiento y el acompañamiento por laicos de comunidades evangelizadoras que superen las meras agrupaciones socio-religiosas, entonces es probable que se estén poniendo los fundamentos para que emerjan de la crisis una Iglesia y unas comunidades cristianas con conciencia de ser un resto, aptas, por tanto, para hacerse presentes como fermento –desde su minoría sociológica– en la sociedad. Tales son, por ejemplo, los casos de las diócesis y de Poitiers (Francia) y de Udine y Bolzano-Bressanone (Italia).

En estas iglesia locales se ha procedido a una remodelación pastoral no en función de las posibilidades de presbiterios existentes (tal y como se está realizando, por ejemplo, en la diócesis de Bilbao y en otras muchas de España), sino en función de las necesidades de las comunidades parroquiales. En el modo y manera de actuar de esas dos iglesias locales se encuentra un “inédito viable” del que están ayunas la inmensa mayoría de las diócesis españolas y, también, las del País Vasco.

La diócesis de Poitiers

En la diócesis de Poitiers se decantaron por potenciar –a partir del último quinquenio del siglo XX– los equipos pastorales integrados por cinco laicos que (debidamente preparados) reciben la encomienda de animar las llamadas “unidades pastorales de base”, es decir, la agrupación de dos o tres antiguas parroquias de la zona rural.

De entre ellos, uno tiene la responsabilidad del anuncio de la fe, otro se encarga de promover la vida de oración y  un tercero de fomentar la caridad y sus obras. Estos tres laicos son designados por el Obispo. El cuarto y el quinto los eligen las unidades pastorales de base asignándoles los asuntos económicos y la coordinación del grupo. Este núcleo es ayudado en su tarea por un número de laicos que solía oscilar entre 10 y 20 personas.

Como viene siendo habitual en las diferentes iglesias locales de Francia, el obispo les confiere la misión pastoral en una celebración litúrgica.

Gracias a estos equipos de laicos han empezado a abrirse más de cien iglesias cerradas, fundamentalmente en el mundo rural.

Lo sucedido en Poitiers es particularmente interesante por lo que supone de crítica al modo reorganizativo que ha tenido en cuenta únicamente las posibilidades de servicio presbiteral y no las necesidades de la comunidad cristiana. Cuando se procede exclusivamente reajustando las unidades pastorales en función del número de sacerdotes disponibles, resulta muy difícil eludir –como así había sucedido en esta diócesis- una desertificación pastoral.

A los curas se les encomienda acompañar estos equipos ayudándoles a vivir su tarea a la luz del Evangelio. No se les pide que hagan funcionar estos equipos en los que, por cierto, hay laicos que lo pueden hacer muy bien, sino que favorezcan una lectura evangélica de las decisiones que van adoptando. También se les pide que sean hombres de comunión entre las diversas comunidades del arciprestazgo –sosteniéndolas y animándolas– y que tengan muy presente siempre la misión evangelizadora de la iglesia. La atención a tareas de este calado pasa por superar la tentación (muy propia de un presbiterio con una edad avanzada) de centrarse únicamente en el servicio sacramental.

En este el marco hay que comprender que el obispo de Poitiers pidiera a los sacerdotes que no celebraran más de tres misas cada fin de semana: una el sábado a la tarde y dos los domingos. En los lugares en los que no fuera posible la presencia dominical del sacerdote, se invitaba a la gente a reunirse para rezar en su iglesia. Al actuar de esta manera testimoniaban que la fe no había muerto en ese lugar y evitaban que se creyera que la iglesia solo se abría para celebrar funerales.

La experiencia de estos años –señalaba Mons. A. Rouet en su día– ha permitido diferenciar muy bien entre la oración del domingo a la mañana y la eucaristía. Nosotros, comentaba, evitamos la expresión Asamblea Dominical en Ausencia de Presbítero (ADAP) porque son comunidades que no se reúnen en ausencia de un presbítero, sino para encontrarse con Cristo. Conviene no perder de vista que la práctica está aumentando –incluso si no hay misa cada domingo– en aquellos sitios en los que han entrado en funcionamiento estos equipos de base.

La diócesis de Udine

El año 1997 el arzobispo de Udine, A. Battisti, comunicaba su decisión, largamente madurada, de favorecer e impulsar la figura del coordinador parroquial. Lo hacía mediante una carta que, fechada el 15 de agosto del mismo año, llevaba el significativo título de “el coordinador parroquial. Identidad, tareas, formación”. En esta carta, después de clarificar las tareas específicas e insustituibles del sacerdote, señalaba que el coordinador parroquial “participa” de la cura pastoral del párroco o arcipreste (CIC 517 §2), colaborando con él en la elaboración del programa de actuación, encontrando agentes pastorales, precisando los servicios que se les van a confiar, favoreciendo su formación teológica y pastoral y, sobre todo, promoviendo la colaboración recíproca entre todos ellos.

El coordinador pastoral es elegido de entre los miembros del consejo parroquial o (si esto no fuera posible) de entre los agentes de pastoral, de manera que pueda ser “reconocible y reconocido” por la comunidad. El párroco lo presenta al obispo, a quien corresponde su nombramiento. La encomienda se realiza por un quinquenio y es renovable. El obispo indica en el nombramiento las tareas que le confía, habida cuenta de su capacidad y de su disponibilidad.

El servicio es normalmente gratuito, pero la comunidad debe comprometerse a pagar los gastos que resulten de tal prestación, así como la formación necesaria para su capacitación, los desplazamientos y la asistencia sanitaria o la seguridad social al coordinador que no la tuviera. Si el trabajo exigiera media dedicación o dedicación plena se ha de prever una retribución adecuada a sus necesidades, previo acuerdo con los servicios de la curia. Estos son extremos que se han de clarificar antes de recibir el nombramiento episcopal.

El obispo, al presentar esta decisión a la diócesis, decía en una nota: “me hago cargo de que muchas comunidades no son conscientes todavía del momento delicado de nuestra archidiócesis ni del cambio radical de mentalidad que esto requiere. Pero sería grave y culpable omisión por mi parte como obispo y de vosotros sacerdotes y fieles, no ponernos con responsabilidad pastoral a la escucha de lo que el Espíritu dice a nuestra iglesia, para ayudarle a responder a los graves desafíos de nuestro tiempo”.

El 22 de noviembre de 1998, el arzobispo de Udine, Mons. A. Battisti, entregaba públicamente, en la Catedral, el nombramiento de cooperadores pastorales a 32 laicos, a 6 comunidades religiosas femeninas y a 4 religiosos a título individual que se unían a 8 diáconos permanentes enviados en los años anteriores a otras tantas parroquias de la diócesis.

Recientemente, la diócesis de Udine ha refirmado la importancia de esta responsabilidad que ha tipificado como “referente pastoral”: “un cristiano laico, hombre o mujer, que se compromete responsablemente en promover y coordinar la actividad pastoral que se le confía, por el bien de la comunidad parroquial o de la unidad pastoral”. Es una figura ministerial que se desglosa, en unos casos, como “referente de la comunidad” (coordinador de las actividades pastorales de las parroquias en las que el párroco no reside de manera estable) y, en otros, como “referente de la unidad pastoral” (referencia para los trabajadores pastorales de cada uno de los cinco ámbitos en los se articula la actividad de la unidad pastoral: liturgia, catequesis, caridad, juventud y familia).

La diócesis de Bolzano-Bressanone

Mons. Egger, obispo de esta diócesis hasta su fallecimiento en 2008, reconocía la importancia de la vía abierta por la diócesis de Udine, pero subrayaba la necesidad de estrenar una nueva, más carismática. Y se inspiraba para ello en el modo como Pablo identificaba a sus colaboradores y como descubría la estructura que dar a la comunidad.

Si Pablo fuera obispo de Bolzano-Bressanone, venía a sostener, Mons. Egger, muy probablemente tendría presentes estos cuatro criterios en el discernimiento ministerial:

1.- El criterio territorial

También las pequeñas parroquias de montaña tienen derecho a mantener su propia identidad y sería una decisión errónea pretender unificarlas con otras más grandes sólo por cuestiones de burocracia eclesiástica. Antes de llegar a tal extremo hay que invitarlas a que reconozcan los servicios y los carismas que ya se ejercitan en su seno, posibilitando –si es necesario– reconocimientos formales de los mismos. La parroquia es la forma más inmediata de acceso al Evangelio y de anuncio del mismo. No es de recibo perder tal preciada mediación.

2.- El criterio carismático

Los laicos reconocidos o llamados a desempeñar una responsabilidad pastoral tienen un camino que andar y no todos han de aproximarse al perfil de quien, por ejemplo, es convocado a desempeñar una tarea con plena dedicación, con una formación teológica completa y con posibilidades de hacer una carrera eclesiástica. Habrá algunos que tengan que presentar este perfil, pero los animadores o gestores de las comunidades locales y otras posibles figuras no tienen por qué ajustarse a él. Por otra parte, no se han de ignorar los riesgos que corren los más profesionalizados: su perfil puede acabar estando desmedidamente referido al de un modelo de trabajo socialmente aceptado (dedicación horaria, sindicación, exigencias laborales, etc.) y desconocer la dimensión espiritual de esta dedicación.

3.- El criterio institucional

No hay que forzar los procesos si no se quiere acabar obteniendo los efectos contrarios a los deseados (tales como un nuevo laicado clericalizado) o perpetuar nuestras actuales deficiencias eclesiales. Hay que inventar algo que sea efectivamente una anticipación del futuro, lo que frecuentemente requiere paciencia histórica y no necesita de tanta mediación institucional.

4.- El criterio personal

Los guías de la comunidad han de ser personas capaces de establecer y mantener relaciones regulares y personales. Este tipo de relación ha sido siempre el punto más importante de la tarea pastoral y ahora tal carisma se encuentra, en buena medida, en los laicos que moderan los consejos pastorales. Y, de manera especial, en aquellos que son capaces de interpretar la voluntad de la comunidad cristiana y contribuyen decisivamente para que avance unida.

El resultado de este proceso de discernimiento abierto en su día por Mons. Egger ha sido una articulación mixta entre la figura del laico con encomienda pastoral y la de un equipo ministerial.

En el primer caso, un laico (llamado “asistente pastoral”) es nombrada por el obispo diocesano como “responsable parroquial” para que desempeñe (bajo la moderación de un presbítero) las tareas y servicios requeridos por la pastoral parroquial. En las unidades pastorales con más 3.500 habitantes este asistente tiene una dedicación a tiempo pleno. Es pagado por las parroquias y la diócesis colabora mediante una contribución.

El equipo pastoral, por su parte, presenta dos modalidades:

a)      en las parroquias con sacerdote residente funciona como un apoyo del mismo. Normalmente, lo forman los miembros del Consejo Parroquial y les compete –bien sea grupal o individualmente– el acompañamiento y la formación de los voluntarios, el apoyo de cuantas iniciativas se estimen oportunas, el debate de todos los problemas específicos que puedan surgir, la propuesta de nuevas iniciativas, la atención a sectores específicos y determinados de la vida pastoral, etc.

b)      en las parroquias (o suma de parroquias) sin un presbítero residente, el obispo les confía responsabilidades específicas y bien concretas en determinadas áreas pastorales. Uno de sus miembros asume el papel de guía del equipo pastoral.

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