diumenge, 5 d’agost del 2012

ESPIRITUALIDAD CENTRADA EN JESÚS

JOSÉ A. PAGOLA

Nada hay más urgente en la Iglesia de hoy que volver a Jesús para centrar con más verdad y fidelidad nuestra espiritualidad en su persona y su proyecto de reino de Dios. En unos tiempos en que se está produciendo un cambio socio-cultural sin precedentes, la iglesia necesita una conversión al Espíritu que animó la vida entera de Jesús, que es fuente y camino de una espiritualidad sana, creativa, liberadora y generadora de esperanza. Después de veinte siglos de cristianismo, el corazón de la iglesia necesita conversión y purificación. De lo contrario el cristianismo corre el riesgo de diluirse en formas religiosas cada vez más decadentes y sectarias, y cada vez más apartadas de lo que fue el movimiento inspirado y querido por Jesús.

«Espiritualidade centrada en Xesús», Encrucillada 175 (2011) 490-510

Font: Selecciones de Teologia, 51 (2012) 177-188

En este tiempo de luces y sombras, en medio de esa constelación de espiritualidades que nacen, medran y se entrecruzan dentro del complejo fenómeno de la New Age, nos preguntamos si es posible atisbar algún amanecer para esta humanidad inhumana que hunde en la miseria a millones de hombres y mujeres, mientras sigue destruyendo de modo imparable la casa de todos y poniendo en peligro la propia vida. ¿Amanecerá realmente un día nuevo con el nacimiento de esa espiritualidad laica dispuesta a sustituir en un futuro no muy lejano las religiones y creencias del pasado?

Entretanto, es cada vez más patente en la iglesia católica la «mediocridad espiritual» que ya denunciaba hace años Karl Rahner con tanta lucidez. Nuestra iglesia no posee hoy el vigor espiritual que necesita para enfrentarse a los retos del momento actual. Después de veinte siglos de cristianismo, en unos tiempos en los que se está produciendo un cambio socio-cultural sin precedentes, la iglesia necesita no ya un simple aggiornamento, sino una conversión al Espíritu que animó la vida entera de Jesús.

En estos momentos difíciles pero apasionantes, Jesús puede ser la fuente y el camino humilde de una espiritualidad sana, creativa, liberadora y generadora de esperanza. Entendiendo por «espiritualidad de Jesús» un estilo concreto de vivir que se alimenta de su Espíritu y que conduce a los que lo siguen a vivir al servicio de una vida más digna y más abierta a la esperanza en el Misterio bueno de Dios.

Espiritualidad enraizada en la pasión profética

Lo primero que hemos de ver es que la espiritualidad de Jesús se enraíza en la experiencia bien conocida de los profetas de Israel. Jesús no es un sacerdote del templo, ni un maestro de la ley dedicado a defender el marco legal. Los campesinos de Galilea ven en sus gestos y palabras la actuación de un hombre impulsado por el espíritu profético: «Un gran profeta ha surgido entre nosotros».

Jesús, como los profetas de Israel, no forma parte de la estructura política ni religiosa. No ha sido nombrado por ninguna autoridad, ni ordenado o ungido por nadie. Su vida está marcada por el Espíritu de Dios empeñado en guiar al pueblo por los caminos de la justicia. Tres rasgos caracterizan la espiritualidad profética: presencia alternativa, indignación profética y apertura a la esperanza.

Presencia alternativa

En medio de una sociedad injusta donde los poderosos no tienen conciencia de arrebatar el pan a los pobres, donde los privilegiados buscan su propio bienestar silenciando el sufrimiento de los que lloran, el profeta introduce una forma alternativa de entender y vivir la realidad a la luz de la compasión de Dios y de sus deseos de justicia. Por otra parte, cuando la religión se acomoda a un estado de cosas injusto, cuando los intereses religiosos no coinciden con los de la justicia de Dios, cuando la crítica no puede ser practicada desde el templo porque ha desaparecido la pasión por el Dios de los pobres, sustituido por el Dios del orden y del culto..., se hace presente el profeta con su modo de leer y vivir la realidad desde la verdad de Dios.

Así hemos de captar la presencia profética de Jesús en medio de la cultura dominante de indiferencia en la sociedad judía de los años treinta. La vida entera de Jesús es un grito impulsado por el Espíritu de Dios: las cosas no son como las quiere el Padre. En Galilea no reina su justicia. La política de Roma y de los vasallos herodianos está oprimiendo a los más débiles, mientras los dirigentes religiosos del templo se desentienden de su sufrimiento.

Indignación profética

La indignación es la primen reacción de quien vive desde el Espíritu de Dios ante los abusos e in justicias que afligen a los inocentes. Esta indignación es necesaria para que no se apague la confianza en la vida ni la esperanza e Dios. Movido por su espíritu profético, Jesús alza su voz: «Los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros» (Mt 20, 25-26a). Dios está contra el poder opresor: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos... Atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas» (Mt 23, 2-4). No ha de ser así. Dios está contra la religión opresora. La indignación de Jesús es su reacción profética ante una sociedad no suficientemente indignada.

Apertura a la esperanza

Cuando la sociedad no permite apenas expectativas de cambio para los pobres, cuando la religión cierra el paso a toda novedad considerándola como una amenaza para lo establecido, cuando nadie sabe cómo o dónde podría germinar una nueva esperanza para los últimos,... aparece el profeta luchando contra el escepticismo, criticando la ilusión de eternidad y absoluto que paraliza a la religión, y recordando a todos que sólo Dios es dueño del futuro. Y aquella indignación profética se convierte en imaginación y aliento para pensar el futuro donde la libertad del Dios amigo de la vida.

Así hemos de leer la trayectoria profética de Jesús. El imperio pretende que la pax romana es la paz plena y definitiva; la religión del templo defiende que la Torá de Moisés es inmutable y eterna. Entretanto, los excluidos del imperio y los olvidados por la religión están condenados a vivir sin esperanza. Nada decisivo cambia para los pobres: el mundo no se hace más humano. No es posible imaginar un nuevo comienzo.

Jesús quiebra ese mundo anunciando la irrupción del reino de Dios, denunciando que esta situación sin alternativa ni esperanza es falsa. Es posible luchar por el reino de Dios y su justicia. El mundo querido por el Padre va más allá de los derechos del César y más allá de lo establecido por la Ley. Impulsado por este espíritu, Jesús contagia su esperanza con su clamor subversivo: «los últimos serán los primeros y los primeros los últimos»; «los que se ensalcen serán humillados y los que se humillen serán ensalzados». Los publicanos y las prostitutas entran en el reino de Dios antes que los dirigentes religiosos (Mt 21,31). Será grande quien se ponga a servir a los últimos (Mc 10, 43-44).

Esta espiritualidad profética es el marco de la espiritualidad de Jesús y de todo aquel que sigue sus pasos.

Espiritualidad centrada en el Reino de Dios

Con una audacia desconocida, Jesús sorprende a todos afirmando algo que ningún profeta de Israel se había atrevido a declarar: Ya está aquí Dios, con su fuerza creadora de justicia, tratando de reinar entre nosotros. Marcos resume así su mensaje: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva». Empieza un tiempo nuevo. Dios quiere construir, junto a nosotros, una vida más humana. En este gran símbolo del «reino de Dios» Jesús recoge las aspiraciones y expectativas más profundas de Israel: el anhelo que anidó en el corazón de su pueblo, que está vivo en todos los pueblos, y que él supo recrear desde su experiencia de Dios, dándole un horizonte nuevo y sorprendente. Este proyecto del reino de Dios constituye el principio estructurante de su espiritualidad.

El reino de Dios y su justicia

El centro de la experiencia mística de Jesús y de su actividad profética no lo ocupa propiamente Dios sino el reino de Dios, pues Jesús no separa nunca a Dios de su proyecto de transformar el mundo. No lo contempla encerrado en su misterio, ajeno al sufrimiento humano. Lo experimenta como la presencia de un Padre que intenta abrirse camino en el mundo para humanizar la vida. Este es el horizonte de la espiritualidad de Jesús. Por esto, no invita a sus seguidores a buscar a Dios por caminos de perfección y santidad, sino a «buscar el reino de Dios y su justicia» (Mt 6, 33). No llama a la conversión a Dios y a la observancia a la Ley, sino que invita a entrar en el reino de Dios.

Los caminos del reino de Dios

Este reino de Dios no es una religión. Es mucho más. Acoger el reino de Dios va más allá de la aceptación de las creencias, preceptos y ritos de una religión. Es una experiencia nueva de Dios que lo resitúa todo de una nueva manera. Hay que aprender a captar la presencia humanizadora de Dios no en el marco de la religión sino en la experiencia de una vida cada vez más sana, más justa y más liberada, más acorde con lo que quiere el Padre para sus hijos.

Las palabras de Jesús entos hymin que encontramos en el evangelio de Lucas admiten dos lecturas posibles que pueden distorsionar gravemente su pensamiento. Siguiendo una primera posibilidad, se ha traducido tradicionalmente así: «El reino de Dios está dentro de vosotros», con el riesgo de reducir el reino de Dios a una realidad íntima y espiritual que se produce en el interior de cada persona cuando se abre a la acción

Dios. Hoy, no obstante, siguiendo otra posibilidad más probable se tiende a traducirlo por: «El reino de Dios está entre vosotros» con el riesgo de hacer del reino de Dios un proyecto ideológico o político. En realidad Jesús piensa en una transformación que abarca la totalidad de la vida y que humaniza todas las dimensiones del ser humano. De ordinario, la acogida del reino comienza en el interior de la persona que se convierte al Dios revelado en Jesús, y se va haciendo realidad social allí donde la vida se va haciendo más humana.

La oración del buscador del reino de Dios

Jesús dejó a sus seguidores una oración para alimentar su actitud espiritual. Esta oración constituye el núcleo de la identidad de hombres y mujeres comprometidos en la tarea del reino. Es una oración confiada al Padre de todos, que nos enraíza en la fraternidad universal recogiendo tres grandes anhelos centrados en el reino de Dios y cuatro gritos salidos desde las necesidades más básicas del ser humano.

«Santificado sea tu Nombre» de Padre. Que nadie lo desprecie violando la dignidad de tus hijos e hijas. Que sean desterrados los nombres de los ídolos que matan a tus pobres. Que todos bendigan tu nombre de Padre bueno. «Que venga tu reino». Que abramos caminos a tu justicia, a tu verdad y a tu paz. Que no reinen los ricos sobre los pobres, que los poderosos no abusen de los débiles, que los varones no dominen a las mujeres. «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo». Que en la creación entera se haga lo que tú quieres y no lo que buscan los poderosos de la tierra. Que se vaya haciendo realidad entre nosotros lo que tú deseas en tu corazón de Padre. «Danos el pan de cada día». No te pedimos bienestar abundante para nosotros, sino pan para todos. Que los hambrientos de la tierra puedan comer y vivir con dignidad. «Perdónanos nuestras deudas». Necesitamos tu perdón y misericordia. Estamos en deuda contigo por nuestra falta de respuesta a tu amor liberador. Que tu perdón transforme nuestro corazón y nos haga vivir perdonándonos los unos a los otros. «No nos dejes caer en la tentación» de apartarnos definitivamente de tu reino. Somos débiles y estamos expuestos a riesgos y crisis que puedan arruinar la vida humana. «Líbranos del mal». Sácanos de la frustración.

Recuperar la espiritualidad de Jesús es centrar la religión cristiana en la búsqueda del reino de Dios, poniendo a la iglesia al servicio de un mundo más justo y más dichoso para todos, empezando por los últimos.

Espiritualidad al servicio de una vida más humana

La pasión por Dios, amigo de la vida

Jesús comparte con todos los judíos la creencia en un mismo Dios, creador de cielos y tierra, liberador de su amado pueblo. La diferencia reside en que, mientras los letrados y los dirigentes del templo asocian a Dios con su sistema religioso, Jesús lo vincula con la vida. Los sectores más religiosos de Israel se sienten llamados por Dios a asegurar los sacrificios rituales, la observancia de la ley o el cumplimiento del sábado. Jesús, por el contrario, se siente impulsado por Dios a promover la vida. Para Jesús, lo primero es la vida de las personas, no el culto; la curación de los enfermos, no el sábado; la reconciliación social, no las ofrendas de cada uno ante el altar; la acogida amistosa al pecador y el perdón sanador, no los ritos de expiación.

Al parecer, Jesús tenía la costumbre de despedir a los enfermos curados y a los pecadores perdonados con este saludo: «Vete en paz» y goza de la vida con las bendiciones de Dios. El término hebreo shalom indica lo más opuesto a una vida indigna, maltratada por las desgracias o la pobreza. El Dios de Jesús es amigo de la vida.

En dirección a los pobres

El espíritu de Dios empuja a Jesús hacia los últimos. Los primeros en experimentar esa vida más digna y liberada han de ser aquellos para quienes la vida no es vida. Lucas lo captó muy bien en la escena de la sinagoga de Nazaret cuando Jesús se aplica a sí mismo unas palabras del profeta Isaías (61, 1-2): «El espíritu del Señor Yahveh está sobre mí, por cuanto que me ha ungido Yahveh. Me ha enviado a anunciar la buena nueva a los pobres, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad; a pregonar año de gracia de Yahveh».

Se habla aquí de unos grupos de personas que simbolizan a quienes Jesús lleva más dentro de su corazón profético. Allí donde se cultiva una espiritualidad marcada por Jesús, tarde o temprano, de alguna manera, el Espíritu se difunde como Buena Nueva para los pobres, como liberación para quienes viven cautivos de tantas esclavitudes, como luz para los que caminan a ciegas en las tinieblas, como libertad para los reclusos y gracia para los desgraciados. Al hombre o a la mujer espiritual se le conoce siempre por su proximidad a los pobres, por su defensa de los últimos y por su práctica liberadora.

Luchando contra los ídolos que dan muerte

Jesús vive a Dios como una «Fuerza» contra el mal, una «Presencia» buena que bendice la vida y atrae a todos para luchar contra lo que hace daño al ser humano y al mundo entero. Así lo experimenta Jesús y lo comunica a través de toda su vida. Por eso lucha contra ídolos como el «Poder» o el «Dinero» que deshumanizan a quienes les rinden culto y exigen siempre más víctimas para subsistir. «Devolvedle al César lo que es del César y dadle a Dios lo que es de Dios». Si queréis dar culto a Tiberio devolvedle su dinero injusto, que es lo único suyo, pero no deis a ningún César lo que pertenece a Dios: sus pobres, los excluidos de la ciudadanía romana, los despreciados por todos. «No podéis servir a Dios y al Dinero». No es posible vivir acumulando dinero y bienestar y estar al mismo tiempo al servicio del Dios de la vida, que no puede reinar en el mundo si no es haciendo justicia a las víctimas de la injusticia. Quien vive desde el Espíritu de Jesús lucha contra ídolos, costumbres y movimientos que hacen daño al ser humano, deshumanizan el mundo e introducen muerte.

Recuperar la espiritualidad de Jesús es entender y vivir su iglesia como un espacio donde se defiende y se infunde vida, donde se lucha por hacerla mejor. Hacer de las comunidades cristianas un lugar donde los seguidores de Jesús aprenden a vivir de modo más humano y humanizador. Ni la práctica religiosa ni los códigos morales nos han de hacer olvidar que seguir a Jesús es vivir haciendo la vida más humana. Pocas tareas pueden ser más apasionantes.

Espiritualidad alentada por la compasión

La compasión como principio de actuación

Jesús capta y vive la realidad de Dios como bondad y compasión. Lo que define a Dios no es el poder ni la sabiduría, sino sus entrañas maternales de Padre. La compasión es el modo de ser de Dios, su manera de mirar el mundo y de reaccionar ante sus criaturas. El Padre lo vive todo desde la compasión. Esta es la experiencia de Dios que comunica Jesús en sus parábolas más conmovedoras y que le impulsa a proclamar un nuevo principio de actuación. La espiritualidad más valorada en la sociedad judía partía de una exigencia formulada en el Levítico: «Sed santos, porque yo, Yahveh, vuestro Dios, soy santo» (Lv 19, 2). El pueblo de Dios ha de imitar la santidad del Dios del templo: un Dios que elige a su pueblo y rechaza a los paganos, bendice a los justos y maldice a los pecadores, acoge a los puros y separa a los impuros. El ideal es ser santos como Dios es santo.

Paradójicamente, esta imitación de la santidad de Dios, entendida como separación de lo «no santo» o impuro, fue generando una sociedad discriminatoria que excluía a las naciones paganas e impuras. Pero, además, dentro del pueblo elegido los sacerdotes gozaban de un rango de pureza superior al resto del pueblo pues estaban al servicio del templo donde habita el Santo de Israel. Los varones estaban en un nivel de pureza superior al de las mujeres, sospechosas siempre de impureza por sus menstruaciones y partos. Los que gozaban de salud estaban más cerca de Dios que los leprosos, ciegos o tullidos, excluidos del acceso al templo. Esta búsqueda de santidad creaba barreras y discriminaciones; no promovía la mutua acogida, la fraternidad y la comunión.

Jesús capta de inmediato que esta visión religiosa no responde a su experiencia de un Dios compasivo y acogedor. E introduce un nuevo principio que lo transforma todo: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo». Es la compasión y no la santidad el principio que ha de inspirar la conducta de los hijos e hijas de Dios. Jesús no niega la santidad de Dios, pero lo que califica esa santidad no es la separación de lo impuro. Dios es grande y santo, no porque rechaza o excluye a los paganos, pecadores e impuros, sino porque ama a todos sin excluir a nadie de su compasión. Esta compasión es la única manera de mirar la vida, de sentir con las personas y de reaccionar ante su sufrimiento. Y esto nos aproxima al Padre de la misericordia.

En esta compasión podemos diferenciar tres elementos. En un primer momento Jesús interioriza el sufrimiento en su corazón, haciéndolo suyo. En un segundo momento, ese sufrimiento interiorizado se convierte en el punto de partida de un comportamiento activo y comprometido, un estilo de vivir. Por último, este principio de acción se va concretando en acciones orientadas a erradicar el sufrimiento o por lo menos aliviarlo.

La mirada compasiva

Las tradiciones sobre Jesús conservaron el recuerdo de su mirada compasiva a los enfermos, leprosos y desequilibrados y, sobre todo su mirada conmovida a las gentes. «Al desembarcar, vio mucha gentes, sintió compasión de ellos y curó a sus enfermos (Mt 14, 14); «Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor» (Mt, 9, 36). Al entrar en Naím se encontró con los que llevaban a enterrar al hijo único de una viuda: «Al verla el Señor tuvo compasión de ella y le dijo: 'No llores'». J. B. Metz recuerda que, frente a la «mística de ojos cerrados», enfocada sobre todo a la atención interior, quien se inspira en Jesús está llamado a cultivar una «mística de ojos abiertos» y una espiritualidad de responsabilidad absoluta hacia los que sufren.

La espiritualidad de Jesús hace vivir a sus seguidores atentos al sufrimiento de las personas. La mirada al rostro del que sufre nos libera de ideologías que bloquean nuestra compasión o de marcos normativos que nos hacen vivir con la conciencia tranquila. Esta mirada nos arranca de la indiferencia, recordándonos nuestra propia condición vulnerable, despierta en nosotros la solidaridad fraterna. Cierto que en casi todos los caminos espirituales se privilegia la importancia de la conciencia, la atención al aquí y ahora, el silencio interior... y con razón. No obstante, me atrevo a decir que el camino más eficaz para sintonizar con la espiritualidad de Jesús es aprender a mirar el rostro del otro con compasión.

Gestos de bondad

El buen samaritano de la parábola es, para Jesús, el modelo del hombre compasivo que vive imitando la compasión del Padre del cielo: ve al herido en el camino, se compadece y se acerca a él, venda sus heridas, lo monta en su cabalgadura, lo lleva a la posada y se compromete a pagar los gastos. Este hombre no se siente obligado a cumplir un determinado código moral, sino que responde al sufrimiento del herido inventando toda clase de gestos orientados a aliviar su sufrimiento. La respuesta a los que sufren siempre es insuficiente e imperfecta, pero lo decisivo es vivir sembrando gestos de bondad e inventando respuestas al sufrimiento.

Así es Jesús, a quien Dios «ungió con el Espíritu Santo y con poder, y pasó la vida haciendo el bien» (Hch 10, 38). No tiene poder político ni religioso, no puede resolver las inmensas injusticias que se cometen en aquel rincón del imperio, pero camina por Galilea y Judea, movido por el Espíritu de Dios, sembrando gestos de bondad. Abraza a los niños de la calle porque no quiere que los seres más frágiles de aquella sociedad vivan como huérfanos; bendice a los enfermos para que no se sientan malditos de Dios al no poder recibir la bendición en el templo; toca a los leprosos para que nadie los excluya de la convivencia; cura rompiendo el sábado para que todos sepan que ni la ley más sagrada está por encima de la atención a los que sufren. Acoge a los indeseables y come con los pecadores despreciados por todos porque el malo y el indigno tienen tanto derecho como el bueno y el piadoso a ser acogidos con misericordia.

Estos gestos no son convencionales. Son gestos orientados a afirmar la vida y la dignidad de los seres humanos. Recuerdan que siempre es posible intervenir para sacar bien del mal que existe en el mundo. Acompañan a la indignación profética abriendo caminos directos e inmediatos frente a la pasividad y la indiferencia social, para no dejar abandonado en su desgracia a ningún doliente.

Espiritualidad curadora

Curar la vida

La clave más importante desde la cual Jesús vive a Dios y trabaja para abrir caminos a su reino de paz y justicia, no es el pecado, la moral o el culto, sino el sufrimiento, la enfermedad, o el deterioro de la vida, las condiciones insanas de la sociedad, la falta de justicia y compasión solidaria. La gente tuvo que captar el contraste que había entre el Bautista y Jesús. La trayectoria profética del Bautista estaba orientada por la lucha contra el pecado. Y su preocupación suprema era denunciar los pecados del pueblo, llamar a conversión y purificar con el rito del bautismo a los que acuden al Jordán. El Bautista no cura ningún enfermo, ni toca los leprosos, ni libera a los poseídos por espíritus malignos, no alivia el sufrimiento. No hace gestos de bondad. No cura la vida.

Los evangelios, por el contrario, presentan a Jesús caminando por Galilea, no en busca de pecadores para convertirlos, sino acercándose a los enfermos de las aldeas para curar sus sufrimientos. Su trayectoria profética está encaminada primordialmente a aliviar a los que viven agobiados por el mal y excluidos de una vida digna. Cuando los enviados del Bautista le preguntan si viene en nombre de Dios, Jesús responde con su acción curadora: «Los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios...» (Mt 11, 4-6). Jesús proclama la proximidad del reino de Dios curando; anuncia la salvación de Dios introduciendo salud en el mundo. Y esto es nuevo. Y es necesario recordarlo pues, con frecuencia, la teología cristiana acentúa hasta el extremo su atención al pecado atenuando la tragedia del sufrimiento.

Ofrecimiento de salud integral

Los enfermos que encuentra Jesús en su camino son, sin duda, el sector más desvalido y marginado de aquella sociedad. Muchos de ellos son incurables, abandonados a su suerte, incapacitados para ganar su sustento, arrastrando una vida de mendicidad que roza la miseria y el hambre. Son ciegos que no pueden captar la vida de su ámbito; sordos y mudos que no pueden comunicarse, ni cantar y bendecir a Dios; paralíticos que no pueden moverse, trabajar ni peregrinar a Jerusalén; enfermos de piel repugnante que son apartados del hogar y de la aldea; desequilibrados que perdieron el señorío de sus vidas. La mayor tragedia de estos enfermos es sentirse olvidados por Dios: su Espíritu, creador de vida, los abandonó probablemente a causa de algún pecado grave. Por eso, precisamente, son marginados y excluidos en mayor o menor grado de la convivencia social y religiosa. La exclusión del templo les confirma que Dios no los quiere, no pueden confiar en él.

Para entender en toda su hondura la actuación curadora de Jesús, hemos de resaltar que Jesús no trata solamente de resolver un problema orgánico de carácter físico o psíquico, sino de reconstruir su vida entera. Los diferentes relatos sugieren con diversos trazos que el proceso de curación generado por Jesús es una experiencia de recuperación de la vida, afirmación de la dignidad, crecimiento de libertad, reconciliación con Dios e integración en la convivencia social.

Jesús pone al enfermo en contacto con la parte de su ser que todavía está sana para suscitar el deseo de vida que se esconde en todo ser humano: «¿Quieres curarte?» (Jn 5, 6). Despierta en su interior la confianza en Dios como fuerza creadora: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado» (Lc 17, 19). Libera de la culpa y del miedo a Dios, ofreciendo su paz y su perdón reconciliador: «Hijo, tus pecados te son perdonados» (Mc 2, 5). Desata las ataduras y esclavitudes para vivir en libertad: «Mujer, quedas libre de tu enfermedad» (Lc 13, 12). Devuelve de nuevo a la convivencia: «Toma tu camilla y vete a tu casa» (Mc 2, 11). Los orienta hacia una existencia nueva vivida desde la alabanza y el agradecimiento a Dios: «Vete a tu casa donde los tuyos, y cuéntales todo lo que el Señor ha hecho contigo» (Mc 5, 19).

Impulsar un proceso de curación social

Jesús nunca pensó en sus curaciones como una forma de suprimir el sufrimiento en el mundo, sino como un signo para indicar la dirección en que hemos de trabajar para introducir entre nosotros el reino de Dios. Por eso Jesús pone en marcha un proceso de curación tanto individual como social, con una intención de fondo: curar la vida enferma.

Jesús se rebela contra los comportamientos patológicos de raíz religiosa (legalismo, hipocresía, rigorismo). Es un gran sanador de la religión: libera de miedos, no los introduce; favorece la libertad, no las servidumbres; atrae hacia el amor de Dios, no hacia la Ley; despierta la compasión, no el resentimiento.

Se esfuerza por lograr una convivencia más sana entre las personas favoreciendo un mayor respeto y comprensión entre ellas, invitando al perdón sin condiciones, defendiendo a la mujer del dominio posesivo del varón, invitando a liberarse de la esclavitud del dinero, y ofreciendo el perdón a personas hundidas en el fracaso moral y la ruptura interior.

Es significativo que, al confiar su misión a sus discípulos, Jesús hable de una doble tarea: «Id y anunciad el reino de Dos», «Id y curad». El anuncio misionero y la tarea curadora son parte de una misma dinámica, que es abrir caminos al reinado de Dios.

A modo de conclusión

La existencia profética de Jesús alcanza su culminación al ser crucificado. En la cruz se revela de un modo definitivo su pasión por el reino de Dios y su compasión por las víctimas, asumiendo su aflicción hasta el final. Su petición de perdón al Padre para sus verdugos es, al mismo tiempo, un gesto sublime de compasión y una crítica suprema a la insensatez del poder político y religioso que crucifica a los inocentes (Lc 23, 34). Por otra parte, su grito a Dios, identificado con todas las víctimas, pidiendo alguna explicación a tanto abandono, y su entrega confiada al Padre quedan en los labios del Crucificado reclamando una respuesta de Dios más allá de la muerte: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» ¿Por qué nos has abandonado? «Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu». Padre, en tus manos quedan nuestras vidas.

La resurrección del Crucificado, desautorizando al representante del imperio y a las autoridades del templo, constituye la intervención definitiva de Dios, que abre un futuro nuevo a la historia humana. La esperanza nueva que introduce Jesús en el mundo sólo es posible proclamarla desde la fe en un Dios que no abandona las víctimas. Un Dios liberador que no tiene por qué acomodarse a las pretensiones de los poderosos ni seguir los caminos que marcan los dueños del mundo.

La actuación curadora de Jesús sanando a los enfermos de Galilea ya está anunciando la salvación eterna que nos ofrece Dios. Sus comidas con pecadores, prostitutas e indeseables anticipan ya el banquete del reino en torno al Padre. La última palabra sobre la historia humana la tiene Dios. Cuando su proyecto del reino es impedido por el mal, fracasa por nuestro pecado, o queda a medias interrumpido por la muerte, Dios lo lleva a su plenitud más allá de la muerte. Un día las bienaventuranzas de Jesús se cumplirán. Entonces escucharemos del Resucitado las palabras más consoladoras que podemos leer en las escrituras cristianas: «Al que tenga sed, yo le daré gratuitamente del manantial del agua de la vida» (Ap 21, 6).

Tradujo y condensó:
Joaquim Pons Zanotti

1 comentari:

  1. He llegit i meditat aquest article de JA Pagola en una tarda de diumenge d'agost. Refrescant com una orxata fresqueta, bon aliment espiritual i pastoral. M'ajuda a aixecar més la mirada i a trobar el llenguatge de la nova evangelització en aquesta manera de presentar l'Evangeli: Jesús no teoritza sobre el mal, el combat; presenta el Regne de Déu com una proposta de Jesús que demana de nosaltres una resposta responsable.

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