Nicolás Castellanos Franco, OSA
Sal Terrae, 100 (2012) 309-321
1. Introducción y algunos síntomas
Resulta complejo ser y aparecer con identidad propia, personal y comunitaria, social y eclesial. La vida está expuesta a mil interpretaciones subjetivas encontradas y, a veces, contradictorias. Lo que es obvio para uno resulta disparatado para otro. Cuando el subjetivismo impera y el individualismo se impone, es poco menos que imposible ponerse de acuerdo en criterios comunes y establecer respuestas concordadas.
En estos contextos cargados de valores y de contravalores, nos planteamos la cuestión: ¿cómo hacernos visibles, creíbles, para ser suma y multiplicación y nunca resta ni división en nuestra realidad? Antes de conferir sobre las diversas maneras de hacernos visibles, surge una pregunta: ¿en qué sociedad y en qué Iglesia hemos de hacer visibles esos signos? Para ser visibles y creíbles hoy, estos signos tienen que ser distintos de los de ayer y diferentes en América, Asia, África, Oceanía o Europa. Desde esta premisa planteo la siguiente hipótesis de trabajo, por supuesto, muy provisional.
Como seguidores y discípulos de Jesús, desde el grito de los pobres, la exclusión de las minorías, la destrucción de la naturaleza, la deuda social y ecológica, desde el trato injusto a las diferentes culturas, en medio de los estragos del fenómeno de la globalización, «intrínsecamente» malo y perverso, tenemos que alumbrar un nuevo paradigma eclesial que se inspira en la fuerza y sabiduría de la categoría pueblo (vox populi, vox Dei, sensus fidelium y sensus infidelium, el sacerdocio común de los fieles, apenas estrenado); se nutre de la Palabra, los sacramentos y el espíritu de las bienaventuranzas; encarna la mística y la utopía humanizadora y liberadora de los dichos y hechos de Jesús de Nazaret a la luz de los nuevos signos de los tiempos; conjuga, al mismo tiempo, utopía y resistencia, economía y solidaridad; y ayuda a responder cómo hacer creíble el Evangelio del Reino de Dios en la Iglesia de hoy, en el marco de esta sociedad secularizada en el Norte, empobrecida en el Sur, compleja, plural, diferente, pluricultural, plurirreligiosa, convulsa, y sometida a cambios vertiginosos y también hambrienta de belleza [1].
Es posible otro mundo habitable para todos, donde florezca la justicia social y comience a brotar la globalización de la solidaridad, la libertad, la igualdad y la fraternidad. Y también es factible otra manera nueva de ser Iglesia, misterio y Pueblo de Dios en comunión fraterna y en misión. Una Iglesia habitable, acogedora, samaritana, casa-hogar, misionera, profética y nazarena. Hoy tenemos que ser tremendamente realistas, partir de la realidad escueta y desnuda, sin perder la perspectiva de la utopía en el horizonte.
Para empezar, entremos en el pórtico del Norte y del Sur. El contraste es brutal. En el Norte nos topamos con lo que podríamos llamar «la tragedia de la cultura actual», que ve a Dios triste, resentido, como algo indeseable que entra en la vida del hombre para amargarlo. En cambio, en el Sur, a Dios, «Diosito», se le ve y se le vive como el gran aliado del hombre y de la mujer, de los empobrecidos; es el Dios de la vida que apuesta por los excluidos. Resulta familiar el imperativo bíblico de que Dios escucha el clamor de los pobres y su anhelo de liberación. Nos lo han contagiado nuestros mártires, hombres nuevos, mártires por haber proclamado la Palabra de Dios.
Ciertamente, hoy nos movemos entre la convulsión, la inclemencia social y eclesial, la desinstitucionalización y la disidencia ante el magisterio eclesiástico. Algunos se preguntan por el silencio de Dios: ¿por qué la primavera conciliar ha desembocado en el actual invierno eclesial?; ¿por qué las esperanzas del Concilio Vaticano II se van desvaneciendo lentamente y se apagan aquellos sueños de liberación? [2]
Además, estamos inmersos en esa espesa atmósfera de perplejidad, desconcierto, rechazo, indiferencia, desaliento y miedo que se respira en la Iglesia. Así lo refleja Víctor Codina, teólogo, profeta y creyente profundo, nada sospechoso: «La vida del cristiano de hoy en la Iglesia no es nada fácil». A muchos cristianos «nos duele la Iglesia». «Hoy la pertenencia a la Iglesia, el sentirse Iglesia, pasa por la cruz»[3].
Otro conspicuo analista eclesial levanta otro diagnóstico: «Están creciendo entre nosotros algunos hechos que, a mi juicio, no nos van a conducir a la renovación que la Iglesia necesita». Pienso en el desencanto y la pasividad de muchos cristianos sencillos que viven este momento con desconcierto y pena, debido al clima de enfrentamientos y descalificaciones entre colectivos de sensibilidades opuestas, la ausencia de diálogo con el mundo actual y el restauracionismo hacia el que parece tender cada vez más la jerarquía.
No todos piensan así. Existen analistas que consideran que la modernidad secularizada y atea está paganizando y sumiendo a Occidente en el relativismo cultural y en el vacío espiritual. Por otra parte, estamos los decididos a emprender un camino nuevo, como el que iniciaron los reyes de Oriente después de haberse encontrado con Jesús.
Por todas partes crece la pobreza sociológica, de razón y de fe. El momento es complejo, difícil, pero al mismo tiempo apasionante, con la posibilidad de alumbrar un nuevo kairós en medio de esta cultura moderna, posmoderna, secularizada, empobrecida, neoliberal y globalizadora. Ese es el reto. Pero también aporta realismo mi presencia personal en el camino de los pobres, levantando esperanzas, reduciendo las fronteras de la pobreza; mi pasión por Jesús y por la justicia en el mundo.
Todo se ve distinto desde la utopía consentida de Jesús. El secreto está en dejarse sorprender por el Señor, el Dios de Jesús, presente en esta realidad plural, compleja, intercultural, interreligiosa y nada clara. Las cosas se ven diferentes si acudes permanentemente a la cita con Dios en la vida, en la oración, en la historia, en los pobres. Seguro que ahí le descubres cómplice, testigo molesto que escucha en silencio y se hace presente en sus mensajes de misericordia, ternura y compasión. Por ahí se hacen nuevas todas las cosas.
El Espíritu Santo vino en nuestra ayuda, en este momento histórico, con el Concilio Ecuménico Vaticano II, el Pentecostés del siglo XX. La celebración del Concilio fue un regalo del Espíritu Santo en este nuevo alumbramiento histórico, difícil, complejo y apasionante. Estamos ante un cambio de época, cuyo nivel más profundo es el cultural.
2. Aceptar, retomar, asumir y aplicar el Concilio Vaticano II
El Vaticano II supuso un comienzo. Después todo depende de cómo se lleven a cabo sus indicaciones y cómo caigan esas verdades en el corazón creyente y produzcan allí espíritu y vida. Depende, pues, del Espíritu Santo y de la creatividad y voluntad de los hombres. La renovación de la Iglesia no ocurre en el Concilio, a través de sus decretos, sino después.
El Vaticano II es el primer concilio de una Iglesia Universal, no el puro concilio de la Iglesia europea, exportada después a todo el mundo. El Concilio clausuró el periodo de la escolástica y neoescolástica de la teología y supuso tanto la revalorización del laicado como del episcopado. El papa Roncalli insistía en que el Concilio tenía que ayudar a expresar la fe de un modo nuevo: por un lado, debía mantener los contenidos de la fe; pero, por otro, había que superar el periodo de las posturas defensivas y de las definiciones dogmáticas. En su discurso inaugural, Gaudet Mater Ecclesia, Juan XXIII afirmó que no se trataba de condenar más, sino que había que usar la «medicina de la misericordia», rechazando el tono negativo de los profetas de calamidades.
El clima de libertad del Concilio fue favorecido por el propio Juan XXIII, que dejaba atrás la neurosis paralizante del antimodernismo y ayudó a superar lo que Yves Congar había llamado el estrechamiento jerárquico de la eclesiología que había marcado los últimos siglos. El Concilio ayudó a recuperar el rostro de la Iglesia como Misterio y Pueblo de Dios, comunión de comunidades, de hermanos todos iguales, participativos, proféticos, solidarios, donde los pobres son bien acogidos y ocupan el centro de la mesa, la autoridad se entiende como servicio y no como poder, y se impone el diálogo ecuménico desde las bases. Una Iglesia que vive en libertad, profecía y parresía.
Se trata de una Iglesia en la que Dios puede hablar, que es muy distinto a hablar de Dios en la Iglesia. No se trata de una Iglesia nueva, sino de una manera nueva de ser Iglesia, un nuevo modelo de Iglesia, poblado de profetas y testigos. El Concilio Vaticano II marcó un cambio de época. Resultó lo que pretendía Juan XXIII al convocarlo: un nuevo Pentecostés. Los cambios doctrinales resultaron trascendentales, con una proyección fuerte en la vida de la Iglesia. «A pesar de todas las decepciones, sin el Vaticano II la situación de la Iglesia sería muy diferente en liturgia, en teología, en pastoral, en ecumenismo, en relación con el judaísmo, con las otras religiones del mundo y con la sociedad moderna, escribe Congar»[4].
En los últimos 30 años se ha impuesto una interpretación oficial muy distante y ajena a lo que se supuso el Concilio. Felizmente, se ha vuelto a recuperar la actualidad y el sentido de los cambios que introdujo el Concilio, con la publicación de la Historia del Concilio Vaticano II dirigida por G. Alberigo y coordinada en la edición española por Evangelista Vilanova. Con todo, a los cincuenta años de la celebración del Concilio Vaticano II, se vive una profunda decepción, se han venido abajo las esperanzas, crecen el pesimismo y la disconformidad. Lo nuestro no es el poder, sino el servicio[5] ».
3. Signos visibles que nos hacen creíbles
Por fuerza, tenemos que ser selectivos. Me detengo en algunos signos más significativos:
3.1. Un nuevo paradigma de Iglesia
Los paradigmas, los modelos, se gastan y se agotan. No queda más remedio que cambiar de paradigma, porque el viejo ya no ofrece respuestas ni soluciones a los nuevos problemas. El catolicismo sufre una declinación institucional que se refleja en una pastoral devaluada. Además, afronta los cambios de forma ambigua, tanto en lo institucional como en lo pastoral, lo cual hace difícil a la persona redefinir su identidad cristiana en tiempos de cambios profundos. La invasión restauracionista empezó a apagar las luces del Concilio Vaticano II, dando preminencia a los movimientos conservadores que se adhieren a la eclesiología preconciliar.
El perfil del nuevo paradigma eclesial tiene que tener en cuenta la diversidad religiosa, el aumento de la movilidad, la acentuación del subjetivismo, la tendencia al pluralismo, el decrecimiento de los católicos y las migraciones a las grandes ciudades. Hay que hacer valer lo fundamental cristiano, ya que no necesitamos ni armas ni poder. Tenemos cosas mejores: la Palabra, la profecía, la diaconía, la participación contemplativa en el Misterio, la posibilidad de una oferta gratuita de la Iglesia, Misterio y Pueblo de Dios en comunión fraterna y traducida en capacidad de compasión y misericordia.
El nuevo paradigma, si quiere hacer creíble el mensaje de Jesús, tiene que hacer prevalecer las actitudes teologales y humanas de escucha, diálogo y recepción de otros puntos de vista. La experiencia cristiana ante las novedades, en tiempos de éxodo y exilio, ha de saberse justificar para poder ser legitimada. Se ha de saber tanto estar en la ola del cambio como caminar contra corriente. Y hacerlo con entusiasmo, creatividad y parresía. Las consecuencias del nuevo paradigma de Iglesia son inmensas. Sugiero algunas que he intentado y buscado a lo largo de mis 77 años de vida, con confianza plena en el Espíritu Santo, en un ejercicio activo de sinodalidad y colegialidad, con realismo creativo, con entrega a fondo perdido, subido en la utopía de Jesús de Nazaret a pesar de mi barro y mi debilidad, sustituyendo la controversia y confrontación por el diálogo, la oración silenciosa y desde los caminos trazados para la Iglesia por el Vaticano II, Misterio de Dios y Pueblo de Dios en comunión fraterna y en misión en la Iglesia y en el mundo caminando hacia el Reino. Y siempre consciente de que las huellas martiriales te acompañan.
3.2. Algunas propuestas para que el Evangelio tenga sabor —sal y luz— en el siglo XXI
Nos ronda una pregunta clave: ¿cómo hacer creíble el Evangelio, el Reino de Dios, en la Iglesia de hoy y en el marco de una sociedad plural, compleja, diferente, pluricultural, plurirreligiosa y sometida a cambios vertiginosos? ¿Cómo ofrecer esa novedad que promete el Espíritu Santo?
1. Se requiere innovación, reformas, cambio de estructuras desde la fidelidad y creatividad, siguiendo aquel aforismo de inspiración agustiniana asumido por el Concilio Vaticano II: «unidad en lo esencial, libertad en la duda y, en todo, caridad». Debemos recuperar el verdadero sentido de la tradición, es decir, asumir que los muertos están vivos, y no que los vivos están muertos.
2. Debemos empezar por suprimir todo miedo, aun a costa de quedar a la intemperie. Nos acompaña el Espíritu que se hizo presente en el Vaticano II y que quiso alcanzar al mundo en su carrera. No queda otra que recuperar el espíritu, la letra y la mística del Concilio Vaticano II. Liberarse de las tristezas del aburrimiento, de la depresión, del colesterol, del sin-sentido de la vida. Debemos dejarnos sorprender y no vivir asustados, pidiendo a la jerarquía que no se deje atenazar por un miedo terrible: el miedo al ateísmo, al agnosticismo, a la conciencia personal; sino que se maneje en medio de una sociedad plural y creyente con una relación de libertad, diálogo, escucha y alegría.
3. Por imperativo conciliar, la teología de la Iglesia, Misterio y Pueblo de Dios en comunión fraterna y en misión, tiene que ser traducida en ejercicio y profecía de sinodalidad y colegialidad. Los nuevos signos de los tiempos colocaron a la Iglesia-Comunión en la actitud permanente de diálogo abierto intraeclesial y con el mundo. Ese diálogo implica y postula una escucha valiente que puede cambiar estructuras caducas e instituciones del pasado. Todo ello exige aplicar un ejercicio lúcido y evangélico de discernimiento profético y audaz, basado en la oración, en el diálogo y en la parresía. Y en este contexto nos pueden las sorpresas del Espíritu Santo, que habla por los jóvenes y los movimientos sociales que provocan cambios estructurales, teologales y psicológicos. En definitiva, un nuevo kairós, que se traduce en conversión personal a Dios y conversión comunitaria a la justicia social. De este modo se abren nuevos horizontes hacia una prospectiva creativa y fecunda. Algo no funciona en el ámbito eclesial. Sin espíritu, sin mística, somos un pájaro sin alas. Nadie puede sustituir la interioridad, la fuerza del Espíritu. No puedo creer lo que afirman las malas lenguas: que el Espíritu Santo ha sido sustituido por la ideología de la curia vaticana.
4. El cristianismo puede morir por asfixia si no se atreve a defender que su espacio natural es la sociedad civil. Esta tiene un papel emergente. Y en ese terreno debe «jugar» el cristianismo. Si quiere mantenerse lúcido, tiene que desembarazarse del mercado y del estado y «jugar» en la sociedad civil emergente, con libertad y para la justicia. Solo así es posible la fraternidad cristiana, y solo así es significativo lo «diferencial cristiano».
5. El continuo disenso no es buen síntoma. Cuando el ejercicio de la autoridad se acostumbra al decreto, a la sospecha continua, a la acusación vehemente sin escuchar o dejar defenderse, hay que preguntarse si no hay una extralimitación de funciones de quienes se creen más propietarios que servidores de la Iglesia.
6. La Iglesia hoy tiene el deber de mostrar, presentar y proponer; pero nunca imponer el mensaje cristiano, que es la oferta gratuita de Jesús que se ha de proponer y acoger en libertad. No tiene sentido que en Europa la Iglesia se ponga siempre a la defensiva.
7. Debemos prescindir de todo aquello que no evangeliza ni abre camino al Reino. Lo cual supone estar atentos a lo que nace. El Espíritu Santo todo lo hace nuevo.
8. La creatividad aplicada nos llevará a buscar nuevas formas y símbolos en la evangelización, nuevas propuestas de lenguajes de diálogo y de escucha en la Iglesia. Tendremos que dedicar más tiempo a la oración, al estudio, a la escucha de la Palabra y a practicar lo que indican los pastoralistas: tanto tiempo a la oración y el estudio como a la acción evangelizadora, sacramental y pastoral. Mientras no hayamos pasado noches enteras en oración, reflexión y estudio, nos faltará mucho por aportar a la Iglesia.
9. Aceptemos ser una Iglesia vulnerable que, antes de condenar el pecado del mundo, reconoce su propio pecado. Una Iglesia preocupada por la felicidad de las personas; «amiga de pecadores», como Jesús de Nazaret, que acoge, acompaña, escucha las preguntas de sus coetáneos y comparte su alegría, conflictos y dolores.
10. Hoy la Iglesia hace suyo el gran desafío de la historia: tomar en serio el problema planetario de la pobreza. Si somos cómplices del universo del pobre, no hay otra que asumir el compromiso con el pobre en sus dos vertientes: solidaridad con los pobres y denuncia de las situaciones de injusticia y de expolio del ser humano que vive situaciones inhumanas de desigualdad y exclusión. No se consigue la equidad social si no reducimos las fronteras de la pobreza, lo cual implica un compromiso con la justicia social y la defensa de los derechos humanos en el mundo y dentro de la Iglesia.
11. La identidad humana no se concibe sin la belleza, vinculada a la solidaridad. Nuestro mundo tiene sed de belleza, como ya afirmaba San Agustín: «Oh belleza siempre antigua y siempre nueva, ¡qué tarde te conocí, qué tarde te amé!». En un mundo sin belleza, el bien pierde toda su fuerza atractiva, y los argumentos demostrativos de la verdad se diluyen. Necesitamos hoy oír el grito de Fiodor Dostoievski: «el mundo se salvará por la belleza». ¿Qué belleza salvará al mundo? Responde el cardenal Martini, profeta de nuestro tiempo, no siempre escuchado: «la belleza siempre antigua y siempre nueva» de San Agustín, que es fruto de la conversión que ha sido tocada por la belleza de Dios. Es la belleza del «pastor hermoso» que ha dado su vida por sus ovejas (Jn 10,11). Genuinamente, Jesús se presenta como «pastor hermoso, bello» y no, como suele traducirse, como «el buen pastor».
12. Hoy tenemos que dar un vuelco al cuadro de valores vigente. Con realismo, mística y visión, hay que priorizar dos elementos de la experiencia humana y cristiana:
Primero, debemos vivir con gratuidad y generosidad esa capacidad personal y comunitaria de humanización, sanación, curación y personalización. Nada humano es extraño al cristiano. La gloria de Dios es que el hombre y la mujer vivan.
Segundo, la mujer y el hombre de hoy tienen que recuperar la alegría de vivir con lo suficiente; ni se ha de derrochar ni se ha de consumir en exceso, sin límites. En un mundo empobrecido, ¿qué sentido tiene el gasto superfluo de prendas de marca? Ahí no está la verdad del sentido de la vida. «Existe más alegría en dar que en recibir». El que tiene mucho necesita demasiado para ser feliz y nunca llegará a serlo.
13. El cristiano, individual y colectivamente, debe apostar por avivar la esperanza. El tiempo de Dios (kairós) puede ser cada instante. Para el cardenal Martini no solo estamos atravesando una noche oscura de fe, sino también de esperanza. La mayor prueba y tentación del mundo y la Iglesia occidentales radica en la ofuscación de la esperanza y en una visión alicorta y sincopada, a ras de tierra, que nos impide intuir la trascendencia.
No se puede hablar de ética si no existe la esperanza. Lamentablemente, lo económico, el dios mercado, el ídolo dinero, ha desplazado el lado ético y, junto con ello, la misma esperanza. Pero no hay ética ni esperanza si no nos ponemos límites a nosotros mismos, si no aplicamos los instrumentos de la disciplina, del propio esfuerzo y negación; una obediencia activa, participativa y no de sumisión, sino de comunión; si no apostamos por la búsqueda compartida de la verdad, según aquel axioma del poeta castellano Antonio Machado:
«¿Tu verdad?
No, la verdad.
Ven conmigo a buscarla,
la tuya guárdatela».
La esperanza nos permite cierta dosis de optimismo ante el monstruo de la crisis. Nos sostiene la razón teologal de que la esperanza anida en nosotros desde el bautismo y que el imperativo ético nos moverá a suprimir lo que marcha mal y a promover los comportamientos éticamente correctos. El sentido ético de la vida, con su correlativo, la esperanza, nos brinda oportunidades realistas de ser optimistas en la lucha contra la intolerancia, la falta de diálogo y escucha y la dictadura del consumismo. Solo es tolerable el miedo a la intolerancia, la dictadura, la xenofobia y todo lo que hace daño al bien común[6].
14. Desde la humildad y el atrevimiento a dialogar en el debate y en la discrepancia leal, se puede intentar revalorizar a las comunidades cristianas como espacio de humanización, de personalización, de experiencia de los «amigos fuertes de Dios», de interioridad, de fuente de solidaridad y de búsqueda colegial de respuestas y soluciones a los graves problemas de hoy, aunque sean provisionales.
Me atrevo a sugerir el redescubrimiento de la parroquia como lugar de revelación y expresión trinitaria, lugar de acogida y compasión, comunión de comunidades y modelo de una nueva sociedad que se caracteriza por ser samaritana en la sociedad, experta en humanidad y alma en el barrio, en el pueblo y en la comunidad.
El espíritu que nos ha de animar lo podemos definir así: un espíritu de reconciliación, de reciprocidad, y consenso, de diálogo y escucha valiente, de no quedarnos «fijados» en polarizaciones y radicalismos verbales agotadores y estériles que nos llevan a la confrontación intraeclesial. «La única confrontación válida es la confrontación con la realidad y con la Palabra de Dios», escribe el teólogo Pablo Richard. Muchas veces pensamos y hacemos igual, pero hablamos distinto.
Hasta aquí he intentado por diversos caminos presentar diferentes signos y formas de hacernos visibles hoy en la Iglesia. He querido llegar al fondo, hasta la raíz del problema, mostrando las causas que pueden provocar que esas señales tengan credibilidad ahora, resulten significativas y puedan ser inteligibles para la sensibilidad actual. Las señales de ayer no son aplicables al aquí y ahora. Santo Domingo de Guzmán, sabio y santo, tuvo una intuición genial. En su tiempo, el pueblo era iletrado, no sabía leer. No podían orar con la Biblia. Entonces inventó el Rosario, la contemplación de la historia de la salvación, rezando 50 ó 150 veces el Ave María.
Creo que no podemos aferrarnos a costumbres, hábitos, expresiones y símbolos que ayer eran significativos y hoy ni mueven ni conmueven. Lo mismo que en épocas pretéritas aplicaron su creatividad a la hora de vivir el Evangelio, nosotros tenemos el mismo derecho y libertad para aplicar la nuestra y vivirlo desde nuestros parámetros ontológicos y existenciales. No hay que absolutizar modos, maneras, estilos o métodos de otros tiempos. Cada tiempo tiene los suyos y postula nuestra creatividad y lectura dinámica para que el mensaje del Reino, que anunció Jesús a todos dando preferencia a los pobres, siga siendo actual, salvífico y liberador. Los signos externos tienen un valor relativo. Todo depende de la significación, alcance y sentido que descubran en ellos la mujer y el hombre de hoy.
Desde mi experiencia, estimo que, sin renunciar nunca a la propia identidad humana, cristiana y de ciudadano del siglo XXI, no queda otra que aplicar la creatividad personal y estar atentos a la fuerza de gracia y de luz del Espíritu Santo, que hace nuevas todas las cosas. Y sin Él no podemos nada. Y siguiendo con la apelación a mi experiencia septuagenaria, quiero indicar que lo importante y decisivo radica en crear contextos de vida de largo alcance personal, espiritual, social, teologal y místico. En estos contextos la propia identidad se expresa, crece en armonía consigo misma y con la circunstancia en que vive el prójimo con quien comparte su vida y con la sociedad compleja y plural en que se mueve. Le ronda esa aura ligera y densa de ser ciudadano del cosmos.
Concluyo. Creo que podemos hacernos visibles, ser testigos alegres y con una chispa de humor de esa otra manera de ser Iglesia, posible y factible. Pero la experiencia me dice que esto solo se realizará si aplicamos creatividad, audacia, profesionalidad, entrega, vocación, contemplación y, lo más importante, confianza plena en el Espíritu Santo; sin olvidar el axioma ignaciano: como si todo dependiese de Dios y todo dependiese de nosotros.
[1] J. COMBLIN — J.I. GONZÁLEZ FAUS — J. SOBRINO, «Cambio Social y Pensamiento Cristiano en América Latina», en R. MUÑOZ, Experiencia Popular de Dios y de la Iglesia, Trotta, Madrid 1993, 165ss.
[2] B. GONZÁLEZ BUELTA, «La herencia de un profeta: luces y tareas»: Sal Terrae 95 (2007), 5-125; AA.Vv., «La Compleja Pertenencia Eclesial»: Frontera 42 (2007), 5-125; L. BRIONES ET ALII, «La compleja pertenencia eclesial»: Frontera 42 (2007), 5-125.
[3] V. CODINA, «Sentirse Iglesia en el invierno Eclesial»: Frontera 42 (2007), 2-120.
[4] S. MADRIGAL, El Vaticano II en los diarios de Yves Congar y Henri de Lubac, Sal Terrae, Maliaño (Cantabria) 2009, 233.
[5] N. CASTELLANOS FRANCO, Memoria, Profecía, Liberación hacia el Reino, Paulinas, Madrid 2007, 230.
[6] V. CAMPS, «No se puede hablar de Ética, sin Esperanza»: Revista 21 947 (2011), 28.
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