dimecres, 16 de maig del 2012

LA SAL Y LA LUZ

Dos dimensiones de la presencia de las comunidades cristianas
en la sociedad

Juan Martín Velasco

SAL TERRAE 100 (2012) 295-308

 

RESUMEN: Partiendo de Mt 5,13-16, los discípulos como sal de la tierra y luz del mundo, el artículo destaca la afirmación de la misión como elemento integrante de su propia identidad y la alusión a algunos de los rasgos que la caracterizan.

Tras aludir a las distintas formas de presencia que originan las diferentes situaciones históricas, propone, como más acorde con su naturaleza y las circunstancias actuales, una presencia sacramental en la que la Iglesia visibilice la luz de Cristo con los medios evangélicos del cultivo de la experiencia teologal expresada en una actitud de servicio siguiendo el modelo de Jesús.

  «Vosotros sois la sal de la tierra...». «Vosotros sois la luz del mundo...». El texto de Mt 5,13-16 constituye una de las más claras afirmaciones evangélicas de que la misión de los discípulos al mundo forma parte de su propia identidad. En él aparecen además los rasgos fundamentales que caracterizan esa misión. «Vosotros», dice Jesús, el pequeño grupo de los discípulos, los «perseguidos por mi nombre», sois la sal de la tierra; sois la luz del mundo. Vosotros, subraya Bonhoeffer, sois la sal. No «debéis ser»; no «tenéis que convertiros en...»; no «tenéis» la sal... «Lo son quiéranlo o no, por la fuerza de la llamada que se les ha dirigido. Sois. Esta palabra se refiere a toda su existencia... Quien sigue a Cristo, captado por su llamada, queda plenamente convertido en sal de la tierra». Y lo mismo a propósito de la luz[1].

 

La advertencia sobre la sal que pierde su sabor y la luz que se pone debajo de un celemín les hace saber que, si falta en ellos el ejercicio de su misión, no solo pierden un rasgo de su identidad, sino que esta queda radicalmente pervertida. ¿Se referirá a eso la observación de Evangelii nuntiandi (80) citada en los Lineamenta para el nuevo Sínodo de Obispos: «Los hombres podrán salvarse por otros caminos gracias a la misericordia de Dios, aun cuando no les anunciemos el evangelio? Pero ¿podremos nosotros salvarnos si no lo hacemos por miedo, por vergüenza o por falsas ideas?». Tal vez, los creyentes no terminamos de caer en la cuenta de que, si no damos testimonio de Dios, nos hacemos cómplices de la extensión del nihilismo ambiental. Por último, la luz que alumbra a todos los de la casa, la ciudad sobre el monte que no puede ocultarse, pone de relieve la universalidad de esa misión: sal de la tierra; luz que alumbra a todos los de la casa; luz del mundo.

La sal y la luz tienen dos formas diferentes de realizar su acción: La sal remite a una acción invisible; lo propio de la luz, en cambio, es brillar. De acuerdo con el texto, las formas de presencia significadas por la luz y la sal son, las dos, ineliminables; las dos, inseparables. De hecho, Jesús, luz del mundo, es también el Verbo encarnado, hecho uno de tantos, y grano de trigo sembrado para hacer posible el fruto de la salvación.

Dos formas de presencia en el mundo.
Dos formas de ejercicio de la misión

Las imágenes de la sal y la luz han servido de apoyo para justificar dos formas de presencia y de acción en el mundo. La referencia a la sal ha dado lugar a una forma de concebir la presencia de los cristianos en el mundo bajo la forma de la encarnación, la presencia callada en el mundo, la inserción en la sociedad, dejando actuar, por el testimonio del cristiano, la fuerza del evangelio, que, como la semilla, una vez sembrada, germina en el campo «de noche y de día», «duerma o vele el sembrador» (Mc 4,26-29). La atención a la imagen de la luz, que de suyo brilla, y de la ciudad sobre el monte que no puede quedar oculta, ha llevado a otros a subrayar como forma de presencia la presencia visible, las acciones comunicativas y, especialmente, el anuncio explícito, como medios para hacer llegar el evangelio al mundo del que el cristiano está llamado a ser luz.

Desde los primeros tiempos de la Iglesia se han producido formas diferentes de entenderse y organizarse las primitivas comunidades cristianas, de las que se derivaban diferentes formas de presencia y de acción. «Pasadas las primeras generaciones fundacionales, se ha hablado muy poco de misión»[2], se ha dicho de las primeras comunidades cristianas. La propagación de la fe en ellas se produce por otros medios; los cristianos no insisten tanto en la predicación y el desarrollo de actividades explícitamente misioneras como en la forma de vida de las comunidades, convertida en testimonio. Las comunidades cristianas de los tres primeros siglos se extienden por un procedimiento que ha sido calificado de «contagio activo», difusión celular «por medio de la existencia misma» (A. Harnack), caracterizada por la hospitalidad, el amor mutuo, la caridad hacia los pobres y el gozo que irradiaban sus miembros[3]. La lectura de estos testimonios parece seguir, sin duda, el modelo de la sal.

La llamada Carta a Diogneto ofrece un hermoso testimonio orientado en la misma dirección. El texto contiene una descripción de la «ciudadanía» propia de los cristianos; es decir, de la forma de realizar su condición de ciudadanos. No deja de señalar la Carta la raíz misteriosa de la nueva forma de vida cristiana, pero subraya que «los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por la nación ni por su lenguaje ni por sus costumbres...». Afirma que «viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el cielo»; pero añade enseguida que «obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan esas leyes». La acción de los cristianos en el mundo es equiparada a la del «alma en el cuerpo». Como el alma está en todas las partes del cuerpo, los cristianos están en todas partes por el mundo; y viven conformándose «a los usos locales [...] por el modo de vivir», al tiempo que manifiestan las leyes extraordinarias y verdaderamente paradójicas de su género espiritual de vida[4].

Los escritos de Tertuliano hacia el final del siglo II muestran, en cambio, otra orientación. Apoyándose en algunos textos neotestamentarios como los que describen la ciudadanía de los cristianos como «la del cielo», el fervoroso apologeta africano hace de la separación del mundo y de la cultura el rasgo distintivo de la «ciudadanía cristiana». «Nada [resume] nos es más ajeno que los asuntos del Estado», y el servicio militar, el comercio, la filosofía, las artes. Jerusalén no tiene para él nada que ver con Atenas.

El monaquismo, con los monasterios convertidos literalmente en ciudades sobre el monte, alejadas de los lugares en los que discurre la vida de la sociedad, representará posteriormente la realización extrema de esta forma de vivir el cristianismo en términos de contraposición a la sociedad, para hacer brillar la «diferencia» cristiana, imposible de realizar en medio del mundo.

Una indispensable y sucinta referencia a la historia

El paso de la Iglesia a religión del Imperio con Constantino y Teodosio —paso del que A.-J. Festugiére llega a decir que hace del cristianismo «una mera continuación del paganismo»[5]— originó para ella una nueva forma de presencia muy alejada del modelo evangélico, al convertirla en una institución que compartía con el Imperio el poder sobre la sociedad. A partir de ahí surge el modelo de presencia que cristalizaría en la Iglesia de cristiandad. En ella la misión cobrará la forma de la integración de los pueblos bárbaros al cristianismo por el bautismo de sus jefes políticos que arrastran consigo a todos sus súbditos.

Nunca faltaron, sin embargo, a lo largo de los siglos de cristiandad, testigos de la forma de presencia prevista en el evangelio, aunque subrayando más o menos el modelo de la luz o el de la sal. Así, los monjes, los reformadores, los mendicantes y otras muchas congregaciones religiosas, además de los muchos grupos cristianos dedicados en cuerpo y alma a la práctica de la caridad[6].

La secularización progresiva de la sociedad a lo largo de la época moderna ha ofrecido a la Iglesia y a los cristianos el servicio impagable de volver a la «anomalía» que supuso el cristianismo en la historia de las religiones por la forma de entender su presencia en la sociedad, alejada de toda connivencia con el poder[7]. Pero la forma concreta de desarrollarse el proceso de secularización, sobre todo en Europa, llevó a la Iglesia, a lo largo de la época moderna, a adoptar una postura de resistencia frente al movimiento secularizador y a buscar formas de presencia que le permitiesen conservar o recuperar la posición de predominio en la sociedad de que le había privado el proceso secularizador.

En las décadas anteriores al Vaticano II, tras la toma de conciencia de la situación de misión de los países de tradición cristiana, la cuestión de la presencia y la misión de la Iglesia suscitó el proyecto conocido como «pastoral de la encarnación», que se impuso primero en Francia y desde ahí se extendió a otras Iglesias. Sus agentes principales fueron los movimientos apostólicos que se basaban en la necesidad de evangelizar los distintos sectores descristianizados mediante el testimonio de vida de cristianos encarnados en ellos. La encarnación reclamada no se reducía a estrategia pastoral, sino que comportaba toda una teología del «Evangelio en el mundo», de la atención a los signos de los tiempos, de la promoción de las semillas del Reino presentes en el corazón de las personas y del apoyo de la acción evangelizadora sobre las pierres d'attente, las adarajas para el evangelio que una mirada creyente permite descubrir en el seno de la sociedad[8].

La pastoral de encarnación comportaba, además, toda una «mística»: la de compartir, en actitud de verdadera comunión, las condiciones de vida, los sufrimientos, la situación de explotación, el deseo de liberación y la lucha por conseguirla y hasta, en algunos casos, ese alejamiento de Dios y ese cierto oscurecimiento de su presencia expresado en el deseo de santa Teresa de Lisieux de «sentarse a la mesa amarga de los pecadores». La pastoral de encarnación desarrollará además una pedagogía cuyo primer paso es la presencia junto a aquellos a los que se evangeliza, que se desarrolla en testimonio de vida, continúa con el dialogo y respeta a la comunidad a la que evangeliza y los valores que ya posee, que la convierten, a pesar de todo, en tierra de promesas y esperanzas. Esa pedagogía se concreta finalmente en el método de «ver, juzgar y actuar»; el de la atención creyente a la realidad, que considera los hechos de la vida como acontecimientos reveladores del designio de Dios, de su Reino y de su gracia. La práctica de la «nueva misión» desarrollará entre sus agentes una espiritualidad que se distingue por romper con los dualismos, irreconciliables hasta ese momento, de espiritual-mundano; espiritual-corporal; religioso-profano, y por superar la identificación de la religión con el culto, y la de la perfección con el alejamiento del mundo. Esa espiritualidad pone en circulación nuevos valores sacados de una lectura renovada del Evangelio: solidaridad, justicia, paciencia, resistencia al mal en todas sus formas; y florece en sus mejores representantes en nuevas formas de oración en la vida, lectura creyente de la realidad, contemplación en la acción y, como diríamos hoy, experiencia de Dios en medio de la vida[9].

El Concilio Vaticano II y la misión de encarnación

A pesar de sus ambigüedades, los textos conciliares muestran la asunción por el Concilio de muchas de las intuiciones de ese tipo de misión. Primero en la renovada concepción de la Iglesia, en la que la anterior visión «jerarcocéntrica» es sustituida por la de misterio de comunión y pueblo de Dios, sociedad de iguales con diferentes ministerios y carismas, y todos corresponsables; y en la que la misión de evangelizar compete a todos los bautizados que participan de la condición profética de Cristo. En el Concilio se hace presente, además, desde el mismo título de la Constitución sobre La Iglesia en el mundo actual, la conciencia de una nueva forma de relación de la Iglesia con el mundo. Un aspecto importante de la nueva conciencia de la Iglesia en relación con el mundo aparece en la renovada forma de considerar a los no cristianos y a los no creyentes en relación con el Reino y su posible pertenencia a él[10]. Parecería que la asunción por el Concilio de las intuiciones principales de la teología y de la «misión de encarnación» debería haber originado su definitiva consagración en la Iglesia y su incorporación a la pastoral oficial. Pero la evolución del magisterio posterior al Concilio no confirmó esas previsiones.

Diez años después del Concilio, publica Pablo VI la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, en la que, junto a la más decidida proclamación de la pertenencia de la evangelización a la identidad cristiana y a la de la Iglesia, y avances notables en la comprensión de la evangelización como su extensión a las culturas y su estrecha relación con la promoción de la justicia, deja entrever reservas importantes sobre la forma anterior de entender la misión, un juicio negativo sobre sus resultados[11] y una mayor insistencia en el anuncio explícito como momento constitutivo de la evangelización.

Lo que en Pablo VI eran críticas y reproches, a veces velados, hacia esa forma de misión, y cierta indecisión sobre la orientación de fondo que haya que darle, se convertirá durante el pontificado de Juan Pablo II en una decidida reorientación de la tarea evangelizadora, concretada en el proyecto de «nueva evangelización». La expresión designa en realidad un vasto programa pastoral, alternativo al que había surgido antes del Concilio y, en buena medida, sancionado por él. El proyecto se basa en una lectura marcadamente negativa de la situación de progresiva secularización y se propone —sin confesarlo abiertamente- corregir la idea de misión surgida ya en la etapa preconciliar y que una parte de la Iglesia pos-conciliar intentaba aplicar.

El nuevo proyecto comporta toda una visión de la Iglesia y de su presencia en el mundo y va a originar una nueva forma de misión que busca la recuperación de la identidad cristiana, que se juzga difuminada en el proyecto anterior; intenta la resacralización de zonas de la sociedad y la cultura europeas secularizadas, el redescubrimiento de la «tradición», la vuelta a las raíces, la recuperación del bautismo por parte de las naciones de tradición cristiana y, finalmente, la devolución a la Iglesia de una visibilidad social que le permita asegurar la impregnación de la sociedad y la cultura por el cristianismo y hacer de la fe cristiana la inspiradora última de la vida moral de la sociedad.

Para hacer efectivo el proyecto se privilegiará en el interior de la Iglesia a los grupos de católicos perfectamente identificados con él y seguidores incondicionales de las consignas de la jerarquía. El nuevo proyecto supone un vuelco en la comprensión de la naturaleza de la Iglesia y, sobre todo, de su presencia en la sociedad, y de la orientación de la acción evangelizadora[12]. Si la teología de la misión se orientaba hacia la imagen de la sal para describir la presencia de la Iglesia en el mundo, la nueva se orienta decididamente a una determinada forma de presencia visible que se ampara en la imagen de la luz.

En los años ochenta del siglo pasado surge una controversia que constituye un episodio más de la oposición de los modelos que por entonces caracterizaban la acción evangelizadora de la Iglesia. A la propuesta, por parte de la Acción Católica italiana, de la presencia de los cristianos bajo la forma de la «mediación», es decir, de la inserción de los cristianos en las instituciones sociales para colaborar con todos en la solución de los problemas comunes, y haciendo así presentes los valores propios del Evangelio, se opone ahora claramente la propuesta de los nuevos movimientos eclesiales, agentes principales de la nueva evangelización, los llamados «cristianos de presencia», que propugnan su presencia por medio de obras e instituciones propias que garanticen la identidad cristiana de las acciones, la «cristianización» de los medios en que se mueven y el fortalecimiento de la identidad de los agentes[13].

El acceso al pontificado de Benedicto XVI no parece haber hecho cambiar notablemente la situación. Actor, y en algunos puntos protagonista del desarrollo de la nueva evangelización promovida por Juan Pablo II, se había mostrado crítico, en ocasiones muy acerbo, de la teología y la pastoral de la misión[14]. Su apoyo a los «nuevos movimientos eclesiales», principales agentes de la nueva evangelización; la continuación de las convocatorias masivas, ampliamente difundidas por los medios de comunicación; y, sobre todo, sus documentos doctrinales, reiterando en todas las claves posibles que, en la actual situación de relativismo en relación con el bien y la verdad, solo la verdad plena de la que es depositaria la Iglesia ofrece bases sólidas para «la construcción de una buena sociedad y un verdadero desarrollo humano integral»[15]; y, más generalmente, la orientación global de su proyecto pastoral hacen pensar que su llamamiento a la nueva «nueva evangelización» constituye una propuesta del mismo proyecto tan vigorosamente desarrollado por su antecesor.

Hacia una nueva consideración de la visibilidad de la Iglesia
en la sociedad del siglo XXI

Los cincuenta arios pasados desde la celebración del Concilio, y los más de treinta transcurridos desde el «golpe de timón» que se propuso corregir las desviaciones de una interpretación y una recepción del mismo considerada gravemente equivocada, nos procuran una perspectiva suficiente para considerar y evaluar las respuestas que han venido dándose a la crisis del cristianismo, que en la segunda mitad del siglo XX ha ido adquiriendo rasgos cada vez más graves.

No creo que debamos proceder una vez más a juzgar los proyectos por los resultados o falta de resultados visibles que han producido. Mayor interés tiene, a mi entender, constatar que las deficiencias de los unos y los otros tengan probablemente que ver con la unilateralidad de ambos y su incapacidad para descubrir la limitación que impone optar por uno u otro proyecto, como si fueran alternativos, sin tener en cuenta que Jesús manda a sus discípulos ser a la vez luz y sal, hacerse presentes en el mundo desde la encarnación en el corazón de las masas que sugiere el símbolo de la sal, haciendo a la vez brillar la luz de Cristo que el rostro de la Iglesia y las comunidades cristianas tienen la misión de irradiar[16].

La situación nos invita, más bien nos urge, a una reconsideración de las formas de presencia y de evangelización que se corresponden con la naturaleza de la Iglesia en las circunstancias actuales.

Para que esta reconsideración resulte realista conviene comenzar por tomar conciencia de la agudización de la crisis del cristianismo, especialmente en Europa, y del lugar importante que en esa crisis ocupa la Iglesia. Es verdad que por debajo de la crisis de las mediaciones late una honda «crisis de Dios» y de la fe en él que afecta a los propios miembros de la Iglesia[17]. Pero es evidente que el elemento del cristianismo más erosionado por la crisis es la institución de la Iglesia, y que en esa erosión juega un papel la pérdida de visibilidad y, sobre todo, de significatividad que sufre la Iglesia, debido a su dificultad para encontrar una forma de presencia adecuada a su naturaleza y a las nuevas circunstancias.

La raíz de esas dificultades para dar con las formas adecuadas de presencia está, a mi entender, en esa perversión de la identidad del cristianismo conocida como «eclesiocentrismo» o «eclesiastización» del cristianismo, que consiste en la atribución a la Iglesia del lugar central en el sistema cristiano[18]. El resultado de ese paso es la atribución, en la práctica, a la estructura institucional, y dentro de ella a la jerarquía, del protagonismo absoluto, hasta presentarlas como intermediarias entre el orden del Misterio y el común de los fieles, convertidos en súbditos de las autoridades de esa sociedad perfecta, «consumidores» de los servicios religiosos que la jerarquía administra y objeto de su cuidado pastoral[19].

La preponderancia que la institución y la jerarquía cobran en ese modelo de Iglesia conduce a la atribución a la jerarquía de un relieve que la convierte en protagonista casi única de la presencia de la Iglesia en la sociedad. La «hipertrofia» de la institución y la jerarquía va a comportar la confusión de la visibilidad de la Iglesia con la existencia de medios poderosos que aseguren la eficacia de las acciones. A partir de ahí, esa presencia irá ligada a las acciones de la jerarquía, las enseñanzas o el silencio de su magisterio, la conservación de plataformas políticas que le aseguren un puesto entre las instituciones mundiales, la fundación de grandes centros de enseñanza que le garanticen el prestigio cultural, la posesión de medios influyentes de comunicación, etc.

La figura de la gran institución fuertemente jerarquizada, que forma parte del modelo de Iglesia sociedad, ha desarrollado en su interior hábitos y formas de conducta en consonancia con ella. Recordemos, entre otros, el ejercicio de un poder omnímodo en su interior que reviste las apariencias de un poder absoluto[20] y que puede llegar a dar la impresión de falta de respeto a los derechos de algunos de sus miembros: mujeres y disidentes en cuestiones doctrinales o disciplinares; la atribución a sus representantes de títulos anacrónicos: «reverendísimo», etc. etc., que ofenden la más sencilla sensibilidad evangélica y que, en el caso del Papa («Santidad», «Santo Padre»), rayan en una inconsciente idolatría.

El resultado de todo ello es una presencia de la Iglesia que escandaliza a muchos de sus miembros y a las personas que le son ajenas, pero no con el escándalo propio de la identidad o la diferencia cristiana, el escándalo de la cruz, sino con el que producen unos rasgos que aparentan poder, boato, dominio, enteramente ajenos a la letra y al espíritu del mensaje que está llamada a transmitir. Es hiriente constatar que esa distorsión radical haya llevado a convertir la ley de la kénosis, del vaciamiento de sí, como forma de presencia de su Señor, con la de la apoteosis, propia del paganismo, que caracteriza tantas manifestaciones de la Iglesia cuando se convierte en centro del cristianismo.

Por todo ello, en la actualidad, la recuperación de una presencia significativa de la Iglesia requiere un esfuerzo de sanación radical que exige cambios muy importantes. El primero es, sin duda, la devolución del protagonismo de esa presencia a las comunidades cristianas que componen las Iglesias particulares, de cuya comunión se constituye la Iglesia universal (LG 23). El rasgo distintivo de la presencia de esas comunidades es, sin duda, la condición «sacramental» que corresponde a la Iglesia, que es «en Cristo como sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano». Teniendo en cuenta que es propio de la presencia sacramental evitar la tentación de dar excesivo peso al «significante», la Iglesia y sus comunidades, perdiendo de vista que su misión es referir a aquellos ante quienes se presenta a la doble realidad del Misterio de Dios, y del mundo al que tiene que iluminar —con la luz de Cristo— y servir, siguiendo el modelo de su Maestro.

Las características de esa presencia sacramental vienen determinadas por la identidad o la «diferencia» cristiana[21]. No faltan parábolas evangélicas que la representan con las realidades más pequeñas, pero dotadas de una enorme fuerza de germinación y transformación, como la semilla más diminuta y el puñado de levadura en la masa. Imágenes como esas deberían bastar para eliminar el miedo a la disminución cuantitativa de efectivos y la desaparición de instituciones que ello podría acarrear. De ahí que las comunidades cristianas no deban perder de vista que la eficacia de su presencia tiene su origen más allá de ellas mismas, en la Presencia, invisible en sí misma, que ellas tienen la misión de visibilizar con el fervor de su vida teologal, la confianza en la fuerza del Evangelio y la asistencia del Espíritu; la osadía de su esperanza en medio de las dificultades; y la capacidad de irradiación del amor de Dios manifestado en el amor a todos y el servicio a los más necesitados.

Que las comunidades cristianas van a pasar a ser minoría en las sociedades europeas ya no es una previsión. Es una constatación que se nos impone. Pero el problema no es el número de los cristianos, sino la calidad de su cristianismo y el tipo de minoría que representemos. La condición cristiana no se aviene con minorías que se reduzcan a residuos fósiles, testigos nostálgicos de otros tiempos; ni con minorías recluidas en guetos defendidos por muros que las separen de la sociedad y sus peligros; ni con minorías sectarias que se contenten con disfrutar en su interior del entusiasmo que provoca el sentimiento de la presencia del Espíritu; ni con minorías tan adaptadas a la sociedad que diluyan en ella su identidad.

La fe, la esperanza y el amor que animan a sus miembros reclaman de ellas ser minorías creativas de nuevas formas de vida inspiradas por el Evangelio, como lo fueron las comunidades de los primeros tiempos; minorías significativas que irradien en la sociedad en la que viven el sentido, las razones para vivir y las razones para esperar que les proporciona la Buena Nueva de Jesucristo en la que han creído y que se les ha encomendado comunicar. Uniendo en cuenta que la raíz de su significatividad no está en la relevancia social que conquisten, sino en la radicalidad de su vida cristiana". Solo así realizarán la condición de sal de la tierra y luz del mundo que les ha otorgado la llamada del Señor. Pero así podrán estar seguras de realizarla, en virtud, no de su número, ni de su poder, ni de sus logros, sino de la fuerza de la llamada que han recibido para transformar sus personas y sus vidas.

 

  1. D. BONHOEFFER, El precio de la gracia, Sígueme, Salamanca 1968, 114-120
  2. R. TREVIJANO ECHEVARRÍA, «Factores, oportunidades e incentivos para la misión en la Iglesia prenicena»: Salmanticensis 47 (2000), 393-432.
  3. Cf., Ibid. y P. JACQUEMONT – J.-P. JOSSUA – R. QELQUEJEU, Le temps de la patience. Études sur le témoignage, Cerf, Paris 1976. También, E.R. DODDS, Paganos y cristianos en una época de angustia, Cristiandad, Madrid 1974.
  4. Texto de la Carta, con excelentes introducción y comentarios a cargo de J.J. AYAN, Padres Apostólicos, Ciudad Nueva, Madrid 2000, 533-572.
  5. A.-J. FESTUGIÉRE, L'enfant d'Agrigent, Cerf, Paris 2006, 233.
  6. J.M. LABOA, Por sus frutos los conoceréis. Historia de la caridad en la Iglesia, San Pablo, Madrid 2011
  7. Cf., a propósito de la «anomalía cristiana», P. VALADIER, «L’anormalité chrétienne», en Détresse du politique, force du religieux, Seuil, Paris 2007, 161-204.
  8. Para una descripción y justificación de esa forma de misión, cf. el admirable y todavía actual libro de M.-D. CHENU, El Evangelio en el tiempo, Estela, Barcelona 1966.
  9. Para una descripción más amplia de esta forma de misión, me permito remitir a mi estudio «La misión desde el hoy de la Iglesia. Un intento de redefinición»: Pastoral Misionera 174 (1991), 72-103
  10. Cf. Lumen Gentium, 16; el Decreto sobre el Ecumenismo y la Declaración sobre la Relación de la Iglesia con los no cristianos
  11. Cf. Evangelii nuntiandi, 76
  12. Cf. «La nueva evangelización. Ambigüedades de un proyecto necesario»: Misión Abierta 5 (1990), 87-97
  13. Sobre la cuestión, cf. el trabajo, modelo de claridad, de L. GONZÁLEZ-CARVAJAL, Cristianos de presencia y cristianos de mediación, Sal Terrae, Santander 1989
  14. J. RATZINGER - V. MESSORI, Informe sobre la fe, BAC, Madrid 1985, 35-37.
  15. Sobre el tema aquí solo aludido, remito al artículo muy esclarecedor de C. THEOBALD, «La différence chrétienne. À propos du geste théologique de Vatican II»: Études 4.121 (2010), 67-76
  16. CE Lumen Gentium, 1
  17. A ella me he referido en J. MARTÍN VELASCO, «¿Crisis de Dios en la Europa de tradición cristiana?», en CÁTEDRA CHAMINADE, La fe perpleja. ¿Qué creer? ¿Qué decir?, Tirant lo Blanch, Valencia 2010, 85-121
  18. No creo necesario desarrollar aquí la naturaleza de este fenómeno. Lo hice con alguna amplitud en J. MARTÍN VELASCO, El malestar religioso de nuestra cultura, San Pablo, Madrid 1998', 32-40.
  19. La perversión que ese fenómeno origina queda de manifiesto si se compara la situación que crea con lo que sobre la Iglesia ha dicho la mejor teología, que propone el elemento teologal como centro de la Iglesia y de su vida. «Las estructuras de la Iglesia, decía J. A. Möhler, no crean el ser del cristiano y no lo preceden». «La Iglesia es ante todo un efecto de la fe cristiana, el resultado del amor viviente de los fieles agrupados por el Espíritu Santo»: ibid., 37
  20. Cf. H. LEGRAND, «Du gouvernement de l'Église depuis Vatican II»: Lumiére et Vie 288 (2010), 47-56
  21. Para una luminosa reflexión sobre el conjunto de nuestro tema, cf. el Documento del episcopado francés, Indifférence religieuse, visibilité de l'Église et évangélisation, en la Asamblea General de 2009. En sus conclusiones se propone como orientaciones pastorales: «Acoger la indiferencia como llamada al testimonio y el discernimiento»; «Poner en práctica verdaderos diálogos»; «Cultivar un "arte de vivir" como cristianos»; «Dar todo su lugar a la oración»; «Manifestar la visibilidad sacramental de la Iglesia»; «Formar comunidades fraternas y apostólicas» y «Aprender a practicar la esperanza cristiana».

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